domingo, 13 de abril de 2008

La Medalla de Bailén

1-Marcha de aceros en la oscuridad
El capitán pensó en Napoleón. Apenas un fogonazo en la memoria que barrió para no distraerse. Sostuvo en su puño el sable envainado, giró sobre su montura medio cuerpo y se alzó levemente sobre los estribos para ver más atrás y más lejos: veinte hombres a caballo y cuarenta a pie lo seguían en la oscuridad. Solo se oían los cascos y el tintineo de los metales, sombras detrás de sombras en medio de la nada. Caballería de Borbón y Húsares de Olivenza, y una infantería de apoyo surgida de su propio regimiento, los Voluntarios del Campo Mayor.
El capitán vestía el uniforme de “El Incansable”: una casaca verde, con su forro y bocamangas encarnados, botones y entorchados de plata, chaleco y calzón blancos, y un sombrero de dos picos con penacho rojo sobre la escarapela. En aquella madrugada del 23 de junio de 1808 tenía treinta años y una misión de sangre: tomar contacto con la avanzada de las tropas francesas y destrozarlas. Eran la vanguardia de la vanguardia, el ariete mismo del Ejército de Andalucía, y no podían hacer otra cosa que seguir adelante y encomendarse a la Inmaculada Concepción.
Giró de nuevo sobre su caballo y avanzó mirando al frente, hacia la espesura, por el camino del arrecife, a través de campos de olivares y sierras, imaginando que detrás se escondían los treinta mil franceses que venían arrasando pueblos, saqueando casas, degollando niños y violando mujeres.
Qué triste ironía. El capitán había combatido junto a esos hombres en otros tiempos, simpatizaba con su revolución de luces y admiraba el genio militar de Napoleón Bonaparte. Había estado a punto de ser linchado en Cádiz a manos españolas por esas simpatías. Pero los franceses habían invadido España, vejado sus tradiciones y usurpado el trono, y aunque el capitán había nacido en América aún se sentía parte de aquella patria descompuesta. Ahora sí pensó un rato en Napoleón. Once años atrás el capitán no era capitán sino teniente de caballería, y navegaba peligrosas aguas a bordo de la fragata Santa Dorotea. España era todavía aliada de Francia y el barco estaba fondeado en Tolón mientras la impresionante escuadra francesa ultimaba los preparativos para la campaña de Egipto. Hubo una fiesta de honor para la oficialidad española, y Bonaparte se abrió paso entre muchos y clavó la mirada en el teniente español. Fueron unos segundos mágicos y desconcertantes, que nadie pudo comprender, y entonces el futuro emperador dio un paso más y tomó un botón de la casaca blanca y celeste, y leyó el nombre de Murcia. El teniente le sostuvo la mirada, y Napoleón sonrió de manera enigmática como si entendiera con el instinto algo que no podía pronunciarse. Tal vez sólo se trataba de un vago presentimiento.
No era de vanagloriarse, aunque el capitán de “El Incansable” había contado algunas veces ese breve encuentro con una mezcla de orgullo y escalofríos. Mirando las tinieblas de la noche cerrada casi podía imaginar que esos ojos célebres y penetrantes seguían observándolo detrás de la serranía.
El avance de la columna era lento y grave: los jinetes no podían superar el ritmo pesado de la infantería y había que marchar ensimismado pero despierto, con las armas listas. El capitán se dio cuenta de que aún sostenía el sable envainado con la mano izquierda, como si fuera a caérsele al piso. Lo soltó para que pendiera y se pasó una mano por la frente. Faltaba poco para clarear, lo sentía en las tripas. Después de tantos años de guerra y cuartel podía reconocer el advenimiento de la alborada con solo ver la insinuación de un destello. Ya eran casi las cinco, hora de probar suerte. Tiró de las riendas y se apartó de la fila, pegó tres gritos roncos y secos y dos húsares se despegaron del grupo y clavaron espuelas. Eran dos soldados cetrinos y ágiles. Salieron al galope con la orden de adelantarse y explorar el terreno, y su jefe los vio desaparecer por el mojón.
El capitán no dijo una palabra, volvió al trote a la cabeza de la fila y retomó el paso preparando la paciencia para un largo rato. Pero los húsares lo sorprendieron volviendo a la carrera y frenando con vehemencia. ¡Caballería enemiga se escapa por el arrecife!, gritó el mayor, que se llamaba Juan de Dios y que era nadie. El capitán le habló con voz clara esta vez. Le ordenó que regresara a Aldea del Río, sobre el Guadalquivir, donde su jefe estaba acantonado, y que volviera con las instrucciones. Se salía de la vaina por atacar y su tropa esperaba ansiosa y angustiada, pero la ida y vuelta del correo los mantuvo media hora en ascuas.
Al fin Juan de Dios reapareció con la noticia de que la misión era atacar a los gabachos y meterles bala y acero. El capitán montaba un caballo de cinco años, negro y con la crin y la cola recortadas, y llevaba fundas de arzón con dos pistolas. Rozó irreflexivamente las culatas con la vista perdida, y después levantó la cara, acarició los belfos de su montura y ordenó marcha ligera. La tropa, que le seguía cada uno de los gestos, hizo ruido de armas, campanilleos de espuelas y espadas, y crujir de fusiles y correajes. La columna cobró movimiento y se lanzó al ruedo. A razonable distancia del arroyo Salado, hacia la zona de los Amarguillos, el pelotón se detuvo y un oficial le pasó un catalejo. Dos jinetes de la avanzada francesa cruzaban el arroyo y se perdían en la vegetación. Estaban muy lejos como para darles alcance. El capitán era un hombre frío pero estaba muy caliente. A punto estuvo de lanzar, con ira, el catalejo al piso. A cambio de eso, llamó a los gritos a los dos guías arjonillenses y les explicó someramente la situación. Decidme como diantres les damos alcance a esos mosiús de la gran puta, dijo de corrido, torciendo la boca. Hay una trocha, mi capitán, le respondió uno de ellos. Había efectivamente un atajo imperceptible entre los olivares que serpenteaba hasta las faldas de una colina cercana y que salía a las casas de postas de Santa Cecilia.
La caballería, seguida a la carrera por los infantes, se metió por esos senderos invisibles y llegó a destino cuando ya el sol se alzaba nítidamente en un cielo sin nubes. Desde esa posición no era necesario utilizar ningún catalejo. Se veía con total claridad una línea entera de jinetes imperiales que, confiados en su amplia superioridad, esperaban a los españoles para hacerlos pedazos. En esa situación, solo un demente se atrevería a darles batalla.
Fue entonces que el capitán José de San Martín, oriundo de Yapeyú, extrajo su espada y, para estremecimiento de todos, gritó acompasadamente a sus húsares: ¡En línea! ¡Sables! ¡A la carga!

2.“Nos quitan la gloria, mi capitán”
Había estado en muchas reyertas y tenía varias cicatrices. Había conocido de cerca la muerte a los 13 y 14 años durante las batallas contra los moros de Melilla y de Orán; había aprendido a reconocer los terroríficos ruidos de la fusilería en la campaña del Rosellón y había sufrido penurias y privaciones a bordo de un buque que combatía contra los ingleses. Lo habían atacado a estocadas cuatro bandoleros camino a Salamanca y había escapado milagrosamente de una turba que quería colgarlo de un árbol en una plaza central de Cádiz.
Al capitán no le temblaba el pulso en aquella madrugada de Arjonilla, pero sentía un ardor de úlcera en la boca del estómago. En los inicios de una carga de caballería había una especie de silencio pleno de gritos y amenazas, un sordo batifondo de tropel y una cierta suspensión de la cordura. Durante esa carrera sin obstáculos parecía como si nadie respirara, y el choque contra el metal y la carne llegaba como un estrépito y como un desahogo irracional y salvaje. En esos momentos nadie pensaba en la patria, ni en su familia ni en su destino, no había ni siquiera pensamiento: solo entrevero y ansias de matar.
San Martín, sin embargo, tenía la obligación de mantenerse lúcido en la tormenta. Salvo que lo decapiten, un verdadero estratega nunca pierde la cabeza en una arremetida. Los veinte jinetes de su pelotón galoparon a ciegas con los ojos bien abiertos y se llevaron por delante a los franceses vitoreando a España y a Fernando VII, y cagándose a viva voz en los antepasados de Bonaparte.
La colisión fue eléctrica y estuvo llena de ruidos escalofriantes: tajos, golpes, quejidos, alaridos y relinchos de espanto. Un cazador español le partió el cráneo al medio a un cabo francés y dos soldados forcejearon para acuchillarse y rodaron al piso, enredados y sangrientos. Hombre contra hombre, espada contra espada, se escuchaban los tañidos de metal y los insultos. Hasta que una punta acertaba entre costilla y costilla o atravesaba el pecho de alguien o se enterraba en los riñones de un infeliz. O hasta que el filo de un revés bien dado degollaba a un dragón francés o le abría un callejón en la barriga. También había pistoletazos a quemarropa que destrozaban un corazón o borroneaban una cara. Disparos cortos y alaridos largos.
El parte de batalla describiría luego la maniobra de San Martín como una acción de “inusitada intrepidez”. Su pelotón surgió como un relámpago mortal y los dragones franceses caían como moscas. En la desesperación, y viendo quién mandaba en aquella mañana milagrosa, un oficial francés señaló a San Martín y les gritó a sus guerreros que se concentraran en darle muerte. Pronto lo rodearon cinco o seis tipos peligrosos llenos de cicatrices. El capitán atravesó a uno con su sable corvo y bajó a otro de un mandoble, pero alguien pechó a su caballo negro y lo hizo tambalear. Hombre y bestia rodaron y el capitán quedó por un momento aplastado y a merced de las espadas. San Martín no tuvo tiempo ni siquiera de pensar que estaba perdido: Juan de Dios, el cazador de los Húsares de Olivenza que había detectado a los franceses y corrido ida y vuelta con la orden de aniquilar al enemigo, apareció de la nada, derribó a un francés de un sablazo, mantuvo esgrima con otros dos y sirvió de escudo humano. Cuatro años después, un granadero salvaría al Gran Capitán de idéntica manera en el combate de San Lorenzo.
Un sargento de la caballería de Borbón lo ayudó a ponerse en pie y le ofreció su propia montura, y Juan de Dios siguió peleando como si nada, mientras los cadáveres franceses cubrían el campo de batalla. El capitán dijo, entre dientes, Virgen Santa, tomó las bridas de su nuevo caballo y trepó de un salto. Desde esa posición vio cómo el oficial francés y varios de sus dragones volvían grupas y emprendían una alocada fuga por entre los olivares. ¡A ellos, a ellos!, gritaban los españoles, cebados por la victoria: diecisiete dragones franceses yacían muertos y otros cuatro se veían muy malheridos. Había un solo soldado español lastimado. Era un triunfo inmenso y el jefe de los gabachos corría como si se lo llevara el diablo. El capitán estaba sonriendo con ferocidad cuando lo traicionó el sonido de un clarín. Por un instante creyó que alucinaba, pero un segundo después volvió a escuchar el son de retirada y la sonrisa se le borró de repente. No podía ser posible. ¡Rediós!, gritó golpeando el aire con su sable. El sargento había recuperado caballo y ya estaba junto a él: tampoco daba crédito a lo que sucedía. Los tenemos, mi capitán, un rato y los tenemos, le rogó el sargento, y Juan de Dios se les unió montado sobre una yegua francesa. San Martín no los miraba. Sus ojos parecían clavados en la dirección de la que provenía la voz del clarín. Ya se habían acallado los sonidos de la batalla de Arjonilla y el capitán parecía debatirse entre el fuego y las brasas. Nos quitan la gloria, mi capitán, dijo Juan de Dios, que llevaba el rostro tiznado y que estaba haciendo uso y abuso de la extraordinaria confianza que le otorgaba el hecho da haberle salvado el pellejo a su jefe. El capitán se volvió entonces para observarlo. Por un momento fue como si creyera que el húsar era un insolente, pero después se le aflojaron las facciones, adoptó una expresión calma y ensombrecida, envainó su sable y le preguntó a su sargento: ¿No escucha la orden de nuestro comando? A retirada, dijo sin énfasis. Apretó los muslos y pasó a bridas flojas entre caballos huérfanos y cuerpos sanguinolentos. Sofrenados pero alegres, sus hombres se descargaban con abrazos, felicitaciones, risotadas y blasfemias. San Martín, en cambio, miraba los rostros fieros y descolocados de los dragones franceses, hombres de mostacho tupido, curtidos veteranos de huesos grandes y carnes duras, y también algunos imberbes que habían jugado a ser mayores y que terminaban su corta vida allí, a campo traviesa, de cara al cielo. El capitán despertó de esa abstracción del horror de la guerra solo cuando escuchó que sus hombres lo aclamaban. Un oficial que los conduce a un triunfo tan rápido y aplastante enardece siempre a la tropa y gana su admiración eterna. San Martín respondió con timidez a esos agasajos y organizó el regreso.
Lo recibieron con algarabía en el campamento de Aguas del Río, pero tuvieron que oír sus quejas. Alguien del comando informó a la Gaceta Ministerial de Sevilla los detalles de la tremenda hazaña. “Mucho sintió San Martín y su valerosa tropa que se les escapase el oficial y demás soldados enemigos, pero oyendo tocar la retirada hubo que reprimir su ambición”, escribió un periodista. Luego informó que San Martín había sido ascendido a capitán agregado del Regimiento de Caballería de Borbón y se refirió a cómo corrían aquel día en Arjonilla, horrorizados por la valentía española, el jefe francés y sus dragones, y anotó una frase memorable: “Los que así huyen son los vencedores de Jena y Austerlitz”.
Ese texto fue la base de un edicto que la Junta de Sevilla volanteó una y otra vez para retemplar el ánimo de su ejército y del pueblo. Todos se burlaban de cómo escapaban aquellos franchutes, que “hasta los mismos morriones arrojaban de terror”. No sabían que aquella decisiva escaramuza del capitán San Martín era sólo el prólogo de la gran batalla de Bailén, donde correrían litros y litros de sangre y donde se cambiaría para siempre la Historia.

3.La sombra del linchamiento
De regreso del fogón, con un cansancio sobrenatural encima, el capitán ya se encontraba en su pequeña tienda de lona, baúl y candil, cuando Juan de Dios se presentó a brindar con él. Venía un poco achispado el cazador y traía de regalo dos frascos enfundados en cuero. El capitán dejó los correajes y brindó por el rey con aquel otro héroe de Arjonilla. Juan de Dios, tambaleante y emocionado, le deseó fama y gloria, y a punto estuvo de desmayarse con un hipo sobre el catre. San Martín, que ya había sido demasiado condescendiente, llamó a su ordenanza, le pidió que llevara a Juan a la cama, lo arropara y que avisara a los suboficiales que tenía dos días de arresto por presentarse en estado de evidente ebriedad. Cuando daba vuelta para lavarse la cara en un cubo de agua fría bajo la luz de un farol de petróleo, tres húsares que pasaban lo vitorearon. El capitán les devolvió el saludo con simpática parquedad, se lavó, se secó, volvió a entrar en la tienda y se quitó las botas. Afuera se escuchaban toques de cornetín y murmullos. Y qué dirán ahora en Cádiz –se preguntó-. ¿Seguirán diciendo que soy un afrancesado, esos hijos de la gran puta? Se sentó en el catre, prendió un cigarro habanero y, completamente insomne, procedió a afilar la hoja del sable sobre una piedra de esmeril. Mientras afilaba pensaba en el marqués del Socorro.
Se llamaba Francisco María Solano Ortiz de Rosas, también había nacido en América, y era a un mismo tiempo maestro y espejo del capitán San Martín. Un hombre gallardo y teatral, capaz de utilizar por igual la pluma y la espada, un héroe y un caballero, capitán general de Andalucía y gobernador político y militar de Cádiz. Solano había tomado a San Martín bajo su mando. Se habían conocido en la guerra del Rosellón y habían combatido juntos contra la terrible epidemia de la fiebre amarilla. En casa del gobernador, el capitán de Yapeyú se había relacionado con el arte, con la política, con las ideas y con la masonería. Ambos eran, naturalmente, contrarios al oscurantismo de sacristía y admiraban los ideales luminosos y modernos de la Revolución Francesa. Pero la ocupación de España y la masacre del 2 de mayo de ese mismo año, cuando el pueblo de Madrid se levantó contra las tropas de ocupación y fue duramente castigado, los habían convencido de que debía declararse con urgencia una guerra contra Francia. Aunque las órdenes no llegaban y la gente tomaba la prudencia de Solano como un signo de traición.
Una noche, cien de los más exaltados entraron a la residencia por la alameda. Iban armados con pistolas, escopetas y navajas. Y los soldados que custodiaban el lugar los alentaban o hacían falsos gestos de resistencia. Sabiéndose perdido y entregado, Solano solo atinó a dar unos disparos al aire que no disuadieron a nadie; subió por unas escaleras interiores y ganó los tejados mientras sus compatriotas entraban en la Capitanía y destruían y saqueaban todo a su paso.
El marqués del Socorro saltó una pared y pidió refugio en la casa de una vecina irlandesa, viuda de un banquero, que lo escondió en una cámara secreta. Pero entre sus perseguidores estaba el albañil que había construido aquellos pasadizos y la suerte de Solano quedó sellada. Todavía logró correr un trecho, pero un ex novicio de la Cartuja de Jerez salió a atajarlo. Y el general lo empujó a las corridas. El ex novicio cayó a un patio interno y murió.
Entre varios lograron sujetar entonces a Solano y quitarle el calzado y las ropas a zarpazo limpio. Desgarrado y desnudo el general fue conducido hasta la plaza de San Juan, donde ya estaban improvisando el patíbulo. Ataron sus manos a la espalda y dejaron que la turba lo golpeara, escupiera e injuriara de mil formas. Un marinero de los bajos fondos emergió del tumulto y lo alcanzó con su cuchillo en un costado. El general, mirándose la herida, le habló despectivamente: Gran hazaña has hecho. Un amigo personal apareció al rato y lo atravesó con su espada para abreviarle los sufrimientos y evitarle una muerte afrentosa.
En ese momento desembocó en la plaza el capitán San Martín, que en vano había intentado cerrar el paso de los saqueadores en las otras alas de la residencia del gobernador. Tenía ya el sable roto en el puño y quería abrirse paso entre aquella muchedumbre cuando otro grupo que venía de incendiar la residencia del cónsul francés lo rodeó de repente. San Martín retrocedió dos o tres metros y descubrió en ese instante que lo estaban confundiendo con Solano y que ya lo insultaban en esa peligrosa vacilación que antecede a un ataque atroz. Era imposible hacerles frente. Dio media vuelta entre insultos y empujones, y echó a correr desesperadamente por calles laterales de Cádiz. Lo perseguían llamándolo “mameluco y afrancesado”, dando voces y disparándole cada tanto con un trabuco casero. Exhausto, sin esperanza alguna y sin aliento, el capitán penetró en los umbrales de la iglesia abierta de los capuchinos, se paró junto a la imagen de la Virgen y nombró en un susurro final a una mujer que amaba, dándose por muerto.
Un fraile que rezaba frente al altar se interpuso con un crucifijo en la mano. No deis al vivo el nombre del muerto –dijo a la multitud que irrumpía-. El capitán general Solano ya no vive. En cuanto al hombre que estáis persiguiendo, su nombre es José de San Martín y esta santa imagen se llama la Madre de la Merced.
Todos miraban con desprecio al capitán sudoroso pero nadie se atrevía a llevarle la contra al fraile ni a profanar aquel lugar sagrado. A regañadientes fueron reculando hasta la esquina y emprendieron el regreso a la plaza. San Martín entró en la iglesia y se dejó caer en un banco. El padre capuchino cerró las puertas y lo tuvo escondido unas horas. Luego el capitán le apretó fuerte la mano, le dijo no me olvidaré y salió de nuevo a la calle, amparado por la oscuridad. Estuvo oculto varios días en la casa de un camarada, y cuando se calmaron las cosas volvió al ejército, herido en su orgullo y dolido por haber perdido a un gran amigo. La casa de Solano y la ilusión de aquellos días habían sido quemadas en nombre de Fernando VII, un rey negligente e infame. Vaya suerte perra.
San Martín repasó la hoja del sable reluciente y afiladísimo bajo la luz del candil y la devolvió a su vaina. Después salió de su tienda con el cigarro entre los dientes, se acarició los riñones y contempló la noche andaluza.
En la madrugada, muy temprano, tendrían que ponerse nuevamente en marcha. A Solano le hubiera gustado tener aquella enorme oportunidad. No le habría importado, como no le importaba a San Martín, la posibilidad de que las tropas del emperador -el ejército más poderoso y temido del mundo- los estuvieran esperando con las armas listas a la vuelta de un recodo.

4-Emboscada camino a Salamanca
El general que los conducía se llamaba Francisco Castaños, había sido nombrado capitán de un regimiento a los 10 años y una bala enemiga, en una reciente refriega, le había entrado por debajo de la oreja derecha y le había salido por encima de la izquierda. Estaba vivo de milagro, y aunque la oficialidad lo seguía hasta el mismísimo infierno también le recriminaba en voz muy baja que no apurara el paso. El Ejército de Andalucía avanzaba lentamente por una margen del Guadalquivir y el capitán San Martín marchaba a caballo junto al marqués de Coupigny, su nuevo jefe y mentor. El marqués provenía de una familia noble que había emigrado a España y era mariscal de campo de Castaños. Había conocido al capitán criollo en el Rosellón y tenían un amigo en común: el finado Solano. Coupigny encabezaba una división y San Martín seguía formando parte de aquel grupo de choque que tenía por misión adelantarse, entrar y salir de las zonas de dominio enemigo, molestar, distraer y hostigar a los gabachos. Era un equipo compuesto por caballería ligera de cazadores y húsares, y por caballería pesada de coraceros, dragones y granaderos a caballo.
San Martín también había dirigido servicios de instrucción en el campamento de Utrera y había confraternizado con oficiales degradados que cumplían su castigo enseñando los rudimentos de la guerra a los miles de vecinos voluntarios que se acercaban. En esos breves días conoció al subteniente Riera, que sufría pena por haberse jugado al monte caudales de la milicia. Riera era un asturiano valiente, veterano de las guerras en el África y Portugal, y realmente no tenía consuelo. El capitán, conmovido por su sufrimiento, pidió que sirviera a sus órdenes. Riera le recordaba a sí mismo, pero varios años atrás, cuando todavía era teniente y había sido enviado a Valladolid a reclutar voluntarios y a recoger la paga del personal.
Siempre que evocaba el momento más bochornoso de su vida recordaba a aquellos cuatro hombres embozados, armados con espadas y cuchillos, sobre nerviosos caballos negros. San Martín iba cuesta arriba, distraído por los sonidos del bosque y todavía ensimismado en el recuerdo de los deleites que había probado en la ciudad. Había pasado la noche en los altos de una casa de citas con una ramera de fama nacional y se había calzado lentamente a sus espaldas el uniforme celeste y blanco del Regimiento del Murcia mientras el primer sol enceguecía en la ventana. Luego había recogido la cartera, donde guardaba los salarios de sus camaradas, había puesto unos reales sobre la almohada y había bajado a la taberna. Un andaluz le había servido un desayuno ligero para asentar el estómago, un mozo había preparado su cabalgadura. Luego había tomado el camino a Salamanca y había cabalgado como en sueños hacia la primera posta, donde lo aguardaban dos sargentos y varios reclutas. Apenas sí saludó con un brazo el paso de dos peregrinos que iban y volvían de ningún lado. El teniente segundo José de San Martín era un joven alto y circunspecto, y daba siempre la impresión de ser temible. Sin embargo, esa mañana llevaba el ceño distendido y la cabeza en otro sitio. No se dio cuenta de lo que ocurría hasta que finalmente ocurrió.
Al repechar la cuesta sintió un relincho y vio a los cuatro jinetes siniestros. Los vio en lo alto, surgiendo de la niebla atravesada por el sol. Venían despacio, pero al divisarlo se largaron al galope. El teniente, acostumbrado a oler el peligro de muerte en las trincheras, tiró de las riendas, llevó instintivamente su mano a la cintura y escuchó el grito: ¡Venga la cartera, en el acto! Supo enseguida que quienes formulaban aquella orden no esperarían una respuesta. Vendrían de atropellada y a degüello, le robarían los 3.310 reales que portaba y lo coserían a estocadas y puntazos.
Hizo entonces las dos únicas cosas que podía hacer: retrocedió y buscó la empuñadura. Pero el caballo trastabilló y le hizo perder equilibrio, y el sable no quiso salir. Como un vendaval, los caballos de los desconocidos lo golpearon de frente y perfil, y el teniente sintió que el suyo volvía a flaquear y que alguien le pegaba un planazo. Se tomó el costado derecho y se inclinó para protegerse de las cuchilladas, cayó de la silla y rodó, y escuchó los quejidos del animal. En un segundo el teniente se paró entre las hojas secas y la polvareda. Un embozado venía a la carrera y a los gritos, pero él ya tenía el dichoso sable en la mano. Clanc. Lo recibió a pie firme, y el asesino se sacudió como un muñeco y siguió de largo. Otros dos lo rodearon, caracoleando y lanzando hachazos. San Martín sintió un corte ardiente en la muñeca izquierda y arremetió ciegamente, como si el sable fuera un garrote. Se oyó un crujir de huesos y un alarido, y uno de los jinetes se vino abajo. El teniente no se dio vuelta a verlo, pasó por debajo de otro caballo y lo pinchó en la ingle. El animal se alzó en dos patas, aterrorizado, y quiso echar a correr y chocó contra otro caballo. Y un embozado formuló una maldición y cayó de culo.
San Martín estaba lúcido y dolorido pero no sabía dónde se encontraban los unos ni los otros. Le chorreaba sudor por la cara y le latían las sienes. Giró en redondo, con los sentidos alertas, aferrado a su cartera de cuero y a su espada y vio por el rabillo del ojo que un espadachín del infierno se le venía encima. Lo paró con el filo en el último segundo y le devolvió gentilezas a brazo partido. Después hizo lo propio con su compañero, que lo atacaba por la diestra con una espada anticuada pero mortal. Solo se oían los metales y los relinchos y por encima las puteadas apremiantes de todos.
El teniente del Murcia atendía todos los frentes, y mantenía a distancia y a braceadas y a puñetazos a sus atacantes, cuando el último jinete volvió de entre los árboles, vino al trote ligero, se inclinó levemente hacia delante y le metió una puñalada en el pecho. Fue una puñalada de paso, y San Martín sintió el pinchazo y el frío. Se llevó la mano a la herida y se agachó sin saber qué estaba pasando. Tuvo todavía un instante para verse la mano ensangrentada, pero enseguida le llovieron golpes y trompadas, terminó de rodillas y perdió en la paliza el sable y la respiración, y aguantó una seguidilla de patadas y de mandobles finales.
Cuando despertó estaba solo y despojado, sangraba por los pliegues del uniforme y le dolían todos los huesos. Tardó media hora en entender quién era y qué había sucedido, y entonces giró trabajosamente hacia la izquierda y trató de incorporarse. La boca se le llenó de sangre turbia y volvió a desvanecerse y a despertarse un siglo después. Caía el sol sobre el bosque, y el teniente del Murcia se sentó, y luego logró pararse y al final caminó entre árboles, sin caballo, sin sable y sin cartera. Y también sin sentido, con una grieta en el corazón de pésimo pronóstico. Estoy muerto, se dijo, y anduvo por ese laberinto de espesuras y fue hallado desmoronado a los pies de un árbol por aquellos dos peregrinos, un hombre y una mujer de cara sucia y manos callosas, que lo socorrieron a lomo de mula.
José de San Martín se debatió entre la vida y la muerte durante dos días. Tuvo fiebres y delirios. Y como en una premonición, soñó entera una batalla sin saber que soñaba la gran batalla que haría llorar lágrimas de sangre a Napoleón

5-“No habrá piedad ni miramientos”
Madre que lo parió, es un plan muy peligroso, pensó el flamante ayudante del marqués de Coupigny. Aunque, claro está, se cuidó muy bien de no decir una palabra. El marqués le había permitido, en reemplazo temporario de otro de sus camaradas, pasarse un rato en el campo oval que forman, detrás de la mesa de los generales, sus hombres más experimentados. San Martín estuvo dos horas detrás de Coupigny mientras este debatía con el Estado Mayor, y sobre todo con el gran general Castaños, la estrategia para derrotar a los franceses. Estaban celebrando un consejo de guerra en la casa de una familia tradicional de Porcuna, y se mencionaba una y otra vez el nombre del diablo: Pierre Dupont de L’Étang.
Dupont era un aristócrata que había presenciado la toma de La Bastilla, había hecho carrera en la Legión Extranjera, acababa de ser nombrado conde por Napoleón y lo esperaba en París el bastón de mariscal si lograba aplastar la rebelión militar en Andalucía. Había entrado en Córdoba y había permitido que sus hombres la saquearan durante nueve días de horror y pesadilla, en los que los gabachos arremetieron contra iglesias, conventos y casas, asesinaron vecinos, degollaron niños, violaron monjas y se robaron dinero, joyas, imágenes religiosas, alimentos, vehículos y caballos. Después, al abandonar Córdoba, tuvieron que marchar muy lentamente por el botín que llevaban: siete kilómetros de carros.
A Castaños y a Dupont les tocaba jugar el ajedrez de la guerra en aquel caluroso junio de 1808, y los demás serían solo piezas expiatorias del pavoroso tablero. El plan del general Castaños era arriesgado e imprudente. Había que cruzar el Guadalquivir con dos divisiones, reorganizar las tropas en Bailén y avanzar hacia Andújar para caerle al enemigo por la espalda. Mientras tanto, él mismo fijaría a Dupont en Andújar y lo acosaría para hacerle creer que el ataque principal llegaría por el frente. No sabemos siquiera cuánta tropa tienen los franchutes –se decía San Martín-. Y tenemos una marcha de cuarenta kilómetros en paralelo al flanco izquierdo del ejército de Dupont. Mala cosa.
El marqués fue puesto a la cabeza de la segunda división, que contaba con más de siete mil hombres y que tenía por objeto tomar posición inmediata de un punto cercano a Villanueva de la Reina, el poblado donde estaban instaladas algunas tropas estratégicas del ejército francés. El capitán ayudante iría a su lado, preparado para entrar en acción directa en cuanto se lo ordenase. También eran de la partida el subteniente Riera, mucho más atrás, y el húsar Juan de Dios, que cabalgaba con los ojos entrecerrados. El ejército del marqués marchaba al infierno o la gloria en una explosión de color, cada uno con el uniforme del regimiento original al que pertenecía, por terrenos verdes, pródigos y alegres donde reinaba, sin embargo, un silencio de muerte. Coupigny era alto y rubión, casi colorado, y no gastaba mucha saliva. Pero sentía gran estima por su protegido, aunque tal vez presentía que San Martín estaba librando su propia batalla.
Castaños abrió el primer día de operaciones con un fuerte cañoneo de distracción. Y en La Higuereta, donde improvisaron un campamento, Riera se le acercó a San Martín y le preguntó qué ocurriría. Los dos se pasaban el agua de la caramañola y se escondían de los últimos rayos del sol abrumador. Los correremos de Villanueva, sable en mano -le respondió el capitán en voz muy baja-. No habrá piedad ni miramientos. Riera se encogió de hombros: Ellos no tuvieron ningún miramiento en Córdoba. Y escupió al suelo pensando que su capitán se solidarizaría con su odio. He estado en muchas guerras como para saber que nosotros no somos mejores, pensó. Pero no se lo dijo.
Al día siguiente, el marqués le ordenó que participara de la ofensiva contra los dos batallones que ocupaban esa pequeña población e impedían el paso. San Martín se puso en línea, extrajo el sable y se unió a la carga. Luego cruzó el río a los gritos con la caballería ligera, sintió la tétrica respuesta de la fusilería, y de costado notó que derribaban a dos de sus hombres. El chapoteo en las aguas del Guadalquivir, el ruido de las herraduras, los alaridos de dolor, las blasfemias en español y las maldiciones en francés, y de repente la orden de retirada del jefe de los gabachos y una persecución sangrienta más allá del río y del camino de Andújar a Madrid. Los jinetes corrían a los soldados imperiales, y San Martín se puso las riendas entre los dientes, se pasó el sable a la mano izquierda, sacó de la funda de arzón una de sus pistolas y descerrajó un tiro a la carrera. Un sargento de las tropas napoleónicas recibió el disparo en la baja espalda, se revolvió sobre su caballo y cayó pesadamente en la huella.
Hubo muchas muertes en esa cabalgada y en un momento Coupigny ordenó volver grupas y tomar posiciones en la desalojada Villanueva de la Reina. Al regresar, San Martín cruzó miradas con Juan de Dios. El húsar traía en su caballo, como trofeo, un morrión francés. El capitán reconoció en el carácter del cazador que lo había salvado de la muerte los rasgos de algunos camaradas que habían combatido a su lado en Africa, en Portugal y en los Pirineos. Hombres singulares que luchaban con alegría y despreocupación hasta el mismísimo instante final en el que los atraviesa el acero.
La algarabía del triunfo no lo distrajo de los caídos en el río. El capitán desmontó en la orilla y miró los dos cadáveres españoles que sus infantes habían sacado del agua. El subteniente Riera era uno de ellos. Tenía un impresionante orificio de bala en la garganta, y los ojos desorbitados e inexpresivos. Reivindicar su honor perdido le había salido muy caro. San Martín se acuclilló a su lado, le despejó el pelo mojado de la cara y le cerró los ojos.
Esa noche apenas pudieron dormir, y a las cinco de la tarde del día siguiente, el marqués observó con sus catalejos cómo otra división de Dupont se retiraba por el camino que bordeaba el cauce, haciendo exhibición de poderío y control del terreno. No me gusta ese desfile –dijo a sus principales espadas-. Los hostigaremos en el flanco y la retaguardia toda la noche.
El héroe de Arjonilla acompañó la operación. La caballería de Borbón y el batallón de Voluntarios de Cataluña cargaron contra la columna francesa y la tuvieron a mal traer durante horas. Los gladiadores de aquellas legiones francesas que no conocían la derrota, aquella tarde mordían el polvo o se entregaban. Al final de la expedición había muchas bajas, sesenta prisioneros y un regalo del cielo. Las tropas de Coupigny habían logrado capturar a un correo del maldito Dupont, y San Martín compartió con su jefe la lectura a viva voz de varias misivas en las que el general gabacho les describía a sus superiores de Madrid su complicada situación militar. El marqués dispuso entonces que se las enviaran a Castaños. Y el jefe máximo ordenó que las cartas fueran traducidas al español, copiadas y repartidas entre la tropa para levantar la moral.
Necesitaremos toda la moral del mundo para derrotar al petit caporal, dijo San Martín afeitándose con una navaja. El marqués, que fumaba mirando el horizonte, asintió en silencio. En grave silencio.

6-Duelo de cañonazos, cargas y degüellos
Los dos ajedrecistas carecían de información, estaban enojados con sus generales y se cagaban diariamente en todos los dioses del Olimpo. Castaños no podía entender por qué sus dos divisiones no habían cruzado todavía la línea del Guadalquivir ni cómo era que tardaban tanto en unificarse, tal como lo habían planeado en el consejo de Porcuna. Para no seguir contrariándolo, la primera división cruzó entonces en Menjívar, con el agua a la cintura y las armas sobre la cabeza, y despanzurró durante catorce horas a las fuerzas francesas. La división de Coupigny llegó esa noche y los dos ejércitos se convirtieron finalmente en uno. San Martín pudo ver la enorme cantidad de soldados de ambos bandos que yacían muertos, heridos o terriblemente mutilados en las tiendas de campaña.
El otro ajedrecista, leyendo el parte de aquel encontronazo, montaba en cólera con sus mariscales de campo y daba directivas a los gritos. Sabiendo que le estaban haciendo una encerrona y que su situación era delicada, resolvió en ese mismo momento retroceder hasta Bailén. Pero con muchísimo sigilo, burlando la vigilancia de Castaños.
Dupont esperó hasta la madrugada del 18 de julio y, antes de abandonar Andújar, ordenó taponar silenciosamente el puente sobre el Guadalquivir con carretas y vigas, y dejó apostada allí una unidad de caballería para cubrir las apariencias.
Castaños roncaba en su vivac cuando Dupont partía en puntas de pie hacia Bailén al frente de una columna que ya medía doce kilómetros de largo y en la que se movilizaban nueve mil soldados aptos para la guerra, familias y funcionarios, y carros con trofeos, víveres y enfermos.
El clima se presentaba agobiante pero las noticias eran aún peores. Cuando el general español fue notificado del ardid de Dupont ya era demasiado tarde. Aunque habituado a la frialdad del soldado profesional, a Castaños le salía espuma por la boca. No podía creer que algo así le hubiera sucedido bajo sus propias narices. Armó un revuelo gigantesco y mandó a un grupo de caballería en persecución del convoy francés. Pero el puente bloqueado los retuvo varias horas.
A esa altura nadie estaba demasiado seguro de nada. Ninguno de los bandos en pugna tenía idea sobre las fuerzas y las posiciones de sus enemigos. Era de noche y se había tocado diana en todos los campamentos, pero los generales españoles y franceses tenían miedo por flancos donde no había nada que temer y se confiaban en sitios donde había serio peligro. La luna estaba en su cuarto menguante, y cuando las vanguardias de las dos fuerzas se adivinaron en la oscuridad comenzaron a los tiros.
Desde ese momento hasta el final transcurrieron diez horas de sangre y fuego con marchas y contramarchas y asaltos mortales. Coupigny envió a su segundo comandante a destrozar a la vanguardia, y hubo escenas rápidas y crueles en las tinieblas de la noche. Los españoles tomaron dos piezas de artillería del enemigo, pero los gabachos contraatacaron a fuerza de bayoneta y las recuperaron.
Cuarenta y cinco mil jinetes, infantes, ingenieros y artilleros luchaban con la sed y con la crueldad. Hubo duelo de cañonazos y cargas y degüellos en todo el frente de combate.
En ese instante, San Martín escuchó que ordenaban atacar a los franceses por los flancos. El Regimiento de Ordenes Militares y los Cazadores de la Guardia de Valona bajaron un cerro a toda prisa y cuatrocientos jinetes de Dupont les presentaron batalla. Entre las dos fuerzas existía un profundo barranco que los franchutes tenían que rodear. Los españoles aprovechaban ese desfiladero para dispararles. Tuvieron muchas bajas, así y todo lo atravesaron y cargaron contra la infantería española.
El marqués avanzó con dos regimientos, una compañía y un escuadrón. Pero en una carga feroz, los dragones y los coraceros franceses consiguieron diezmar a los jinetes españoles, acabar con decenas de zapadores y lanzarse sobre el Regimiento de Jaén, matar a un coronel y a su ayudante, y apoderarse de una bandera.
Durante esa misma tarde, cuando todo había terminado, San Martín solo podía recordar cráneos destrozados, espuelas clavadas, bramidos de caballos, disparos y alaridos, y luego el ruido salvador de las piezas de a doce de la batería de la izquierda española que disparaban a mansalva sobre los jinetes franceses y los ponían en fuga.
Dupont realizó distintos asaltos y contraataques ya a la luz plena del día 19 y fue gastando fuerzas y moral mientras subía la temperatura y agobiaba la fatiga. El capitán San Martín, como todos, tenía la boca seca por el calor y el miedo. No temía por la vida sino por el fracaso y la deshonra. Y había momentos en los que creía que estaban ganando y otros en los que pensaba que ya perdían.
A las 12 en punto, Dupont armó la línea con todos sus efectivos dispersos, en el centro colocó cuatrocientos marinos de guardia, detrás de ellos dos batallones y a ambos lados cien jinetes de la caballería pesada. Luego recorrió a caballo sus apaleadas filas evocando, en alta voz, las antiguas conquistas del ejército de Napoleón, les mostró la bandera española que habían capturado y les pidió un último esfuerzo. Se colocó a la vista de todos, al frente de la formación, junto a sus generales, y al ordenar la avanzada gritó: ¡Vive l’Empereur!
Los gabachos respondieron a garganta encendida y marcharon bajo un calor de más de 40 grados y también bajo un concierto de metralla. Sus columnas comenzaron de pronto a desarticularse y a desfallecer, y hubo un punto en el que solo los marinos mostraban consistencia. Fue más o menos entonces cuando Dupont recibió un balazo en la cadera y tambaleó sobre su montura. Uno de sus generales acusó otro disparo y cayó herido de muerte, y los infantes comenzaron la retirada hacia el olivar de la Cruz Blanca, donde arrojaron las armas y buscaron la sombra.
Pasado el mediodía, con el ejército desorganizado y abatido, Dupont envió a su ayudante a pedir el alto el fuego y el paso libre a través de Bailén. Se le concedió lo primero y se le informó que lo segundo era cosa de Castaños. Su antagonista llegó poco después, cuando la faena estaba cumplida, y al desplegar sus tropas hizo jaque mate y así finalizó de hecho la partida de Bailén. Quedó una división importante que siguió guerreando, pero alguien advirtió a Dupont de que si no los disuadía pasarían a cuchillo a toda su tropa. Dupont envió a un oficial con una bandera blanca y los disuadió.
Cundían el júbilo, el cansancio y la expectación entre los españoles. Había que negociar pacientemente la capitulación, y mientras no se firmara como Dios manda, sólo se viviría en esa tensa calma de purgatorio. Casi 2.500 hombres de uno y otro lado habían muerto, y se habían registrado más de mil heridos.
El capitán San Martín observó de cerca a Dupont, aunque no pudo cruzar ninguna palabra con él. No olvidaba las masacres y ofensas de Córdoba, pero no podía dejar de sentir algo de pena por aquel general de uniforme blanco y dorado, ahora desgarrado y polvoriento. Napoleón Bonaparte lo recibiría en París con juicio y prisión, y con una frase pública: “Desde que el mundo existe, no ha habido nada tan estúpido, tan inepto y tan cobarde como el general Dupont”.

7-Las tristes hogueras de la derrota
Os entrego esta espada vencedora en cien combates, dijo Pierre Dupont para la Historia y le extendió ceremoniosamente al general Castaños su sable francés. Los dos ajedrecistas de Bailén se miraban a los ojos. Y el capitán ayudante del marqués de Coupigny, en primeras filas, contemplaba atentamente esos protocolos de la rendición. Habían pasado casi tres días desde el fin de los disparos, y las dilaciones habían crispado los nervios de todos los contendientes.
Para forzar las negociaciones, los hombres de Castaños habían tenido que mover dos divisiones pesadas, colocarlas en posición disuasoria y amenazar a Dupont con una masacre para lograr que finalmente el general francés accediera sin muchas condiciones a la capitulación.
El acuerdo se firmó en una casa de postas, a mitad de camino entre Andujar y Bailén, y el acta indicaba que los veinte mil militares franceses quedaban en condición de prisioneros de guerra. También que entregarían con honores sus artillerías y estandartes, que serían trasladados bajo custodia fuera de Andalucía y que luego los embarcarían rumbo al puerto de Rochefort.
El capitán San Martín había recorrido el campamento francés, y la imagen de las secuelas le volverían una y otra vez en sueños. Había una interminable caravana de carros con heridos, y cirujanos improvisados que no daban abasto para amputar piernas, cauterizar heridas, aplicar torniquetes y vendar cabezas. Los jefes habían ordenado abrir fosas comunes en la tierra y allí sepultaban racimos de cadáveres ignotos. La tropa estaba triste, exánime y hambreada, y solo esperaba la confirmación de una rendición más o menos decorosa. Los soldados españoles los vigilaban a punta de bayoneta, y los civiles de la zona los amenazaban con burlas y con amagos de tormentos indecibles.
Después de la firma del convenio final, rehechos para la ocasión, los vencedores de Austerlitz y Jena, los hombres que habían asolado Europa e impuesto su ley, los vencidos de Bailén, desfilaron frente al ejército español y a tambor batiente, con todos los honores y fanfarrias. San Martín, a caballo, los vio llegar junto a la Venta del Rumblar y los vio deponer sus armas, y entregar sus banderas y abandonar aquellas águilas de bronce a modo de moharra que llevaban en sus divisas.
Era la primera vez que el ejército de Napoleón sufría una derrota a campo abierto. José Bonaparte, su hermano mayor, rey intruso de España, desertó de la Corte madrileña. Y pocos días más tarde Madrid, limpia de enemigos, fue ganada por las tropas españolas. Un mes después de la rendición de Dupont, el general Castaños entró por la puerta de Atocha y fue recibido por una multitud de hombres y mujeres que lo ovacionaban. Más adelante Napoleón aplicaría venganza y recuperaría terreno, pero en Bailén había quedado herido de muerte el halo de imperio invencible con el que los franceses habían construido su propia leyenda.
Apenas firmada la capitulación, Coupigny visitó a su ayudante en la tienda de campaña y le confió que lo recomendaría para un ascenso. Brindaron con licor de petaca por el teniente coronel San Martín y por Fernando VII. Que era como brindar por un héroe iluminista de sentimientos contradictorios y, a la vez, por la oscura y enmohecida España de antes. El capitán luchaba internamente con esa paradoja en la plenitud de su carrera. Había comandado la columna del marqués, había participado y opinado sobre las estrategias, había entrado en combate y había formado parte de muchas acciones heroicas. Tenía muy merecidas la medalla y el cargo, y podía disfrutar de la gloria. Pero algo muy hondo le hacía preguntarse qué clase de patria estaba ayudando a edificar. Y más inconfesable aún, ¿era esta verdaderamente su patria?
Fue en ese estado de ánimo que se entregó a los festejos de la oficialidad y luego al descanso de aquellos días tan particulares. Había agasajos por doquier para los vencedores, pero San Martín no podía dejar de mirar el destino de los vencidos. El 10 de agosto los españoles se percataron de que no tenían suficientes barcos para trasladar a tantos prisioneros. Inquieto por la noticia, Dupont pidió que se respetara ese punto del acta, y el nuevo capitán general de Andalucía le respondió por escrito que Castaños había otorgado, de buena fe, una gracia imposible de cumplir. “¿De dónde sacar, dado el estado que la ruinosa alianza con la Francia ha puesto a nuestra marina y comercio, buques para transportar 18 mil hombres? Aun cuando los hubiese, ¿no ha deseado vuestro soberano medios de equiparlos y proveerlos? ¿Los ingleses dejarán pasar impunemente tan numerosas tropas para que vayan a hacerles la guerra? ¿Con qué derechos exigiremos este consentimiento?”. Dupont protestó por esos argumentos y encontró otra misiva envenenada del capitán general a vuelta de correo: “Permítame a usted expresarle que no podía esperar ser bien acogido en los pueblos, después de haber mandado o permitido los saqueos y crueldades que su ejército ha ejercido en varias ciudades y, singularmente, en Córdoba. Sólo se podía esperar de nosotros sentimientos de humanidad. Los que usted llama de generosidad serían de imbecilidad y estupidez…La conducta de Francia nos autoriza con todo derecho a hacer a sus tropas todo el mal posible”.
El honor militar, para escándalo de un profesional como San Martín, se había ido al demonio. Los generales y jefes del Estado Mayor francés fueron llevados al puerto de Santa María y embarcados de mala manera, luego de que se permitiera a la chusma maltratar a los hombres y saquear sus equipajes. Al llegar a París, a Dupont le quitaron sus grados y condecoraciones, fue borrado del anuario de la Legión de Honor, le retiraron el uniforme y su título nobiliario, le confiscaron todas sus pensiones y lo metieron en las mazmorras.
Entre su tropa hubo miles de muertos. Perecieron en linchamientos, por enfermedades y miserias, y nueve mil de ellos fueron “liberados” en una isla desierta frente a la costa sur de Mallorca, que funcionó como cárcel y campo de concentración, y donde ocurrieron todo tipo de barbaries, asesinatos y desventuras. Cinco años después sobrevivirían apenas tres mil franceses. Los huesos del resto quedaron enterrados en la isla Cabrera.
Pero mucho antes, en aquellas jornadas ociosas que siguieron a la capitulación, San Martín se paseaba por los alrededores de Bailén y recelaba de los civiles que, contando con la vista gorda de algunos militares, tomaban por asalto a los prisioneros de alforjas generosas y los ahorcaban. Ese terrorismo popular le recordaba las oprobiosas cobardías colectivas que habían acabado con Solano en Cádiz.
Una noche, cuando regresaba lentamente a caballo de una cena de camaradería, oyó gritos y corridas cerca de unos caseríos lindantes a la zona de prisioneros. El capitán dejó su montura, corrió por una senda y casi se topó en la oscuridad con dos vecinos desparramados y asustadísimos. Se quejaban, con gran elocuencia, de que un cabo francés los había atacado y advertían, con infinita esperanza, que un húsar español lo estaba persiguiendo. San Martín siguió de largo maldiciendo a los inexistentes centinelas y descubrió después de un trecho que el húsar español se divertía tirándole estocadas a un francés lleno de pánico que intentaba defenderse con una manta arrollada en el antebrazo. El capitán se detuvo a tomar aire y le ordenó al húsar que lo dejara en paz. Lo hizo con voz cavernosa, y el húsar se dio media vuelta en la penumbra y mostró un cáliz de oro. Es uno de los profanadores de Jaén, mi capitán.
San Martín tomó a mal aquella explicación. En un segundo supo que en realidad eran los vecinos los que habían iniciado el pleito, que el cabo había intentado huir y que el húsar no había podido con su genio sangriento. También que esa respuesta del húsar, sin envainar y sin volverse, era una impertinencia.
El capitán extrajo entonces su sable y exclamó: ¡Salga a la luz! El húsar se mantuvo unos segundos en su posición, como si estuviera más allá del bien y del mal, y como si evaluara jugarse la carrera contra aquel intruso de alto grado. La sangre es un vicio que emborracha a quien se acostumbra a derramarla. Aquel húsar andaba ebrio de gloria, había perdido momentáneamente la razón y estaba por convertirse en un bravucón y en un duelista. San Martín repitió, afirmándose, ¡Salga a la luz de inmediato! El húsar giró lento con la espada en una mano y el cáliz robado en la otra, y entonces el capitán vio que se trataba de Juan de Dios. Y que su salvador de Arjonilla lo miraba con espanto.
Víctima del estupor, por un momento ninguno de los dos se movió. Luego de repente Juan de Dios hizo sonar los tacones de sus botas, presentó el sable y se puso en posición de firmes. Ordene usted, mi capitán, dijo con la vista al frente. San Martín se quedó en silencio todo un minuto, miró al cabo en el piso y al húsar de pie, y con una sola frase le ordenó que lo devolviera a su confinamiento. Juan de Dios ayudó al cabo a incorporarse y lo escoltó unos metros tragando bilis.
-Juan de Dios –lo llamó el capitán, y el húsar se volvió con respeto-. Lo hago responsable por su vida.
Notó el húsar de Olivenza, por el tono, que su jefe le perdonaba una falta gravísima. Y que probablemente la próxima vez mandaría fusilarlo. Respiró hondo, asintió y siguió su camino.
Entonces San Martín, con las facciones duras y afligidas, con los ojos relucientes y feroces, y con los dientes apretadísimos, envainó cuidadosamente la hoja ilesa de su sable y se perdió, cabizbajo, en la penumbra.

8-La fría cuchillada del tiempo
Fue sumamente extraño. Treinta años después de aquellas crueldades, fatigado y algo perdido, el viejo general se encontró de pronto en el pequeño patio de las hortensias de su casa de Boulogne-Sur-Mer con aquella antigua medalla. Era un día de sol tibio e intermitente entre varios días grises, y se estaba terminando. El general dudaba entre un paseo por la ciudad amurallada y un breve descanso en ese rectángulo de flores donde solía quedarse un rato pensando en las guerras americanas. Tomó provisoriamente la segunda opción y se sentó en un banco. Las cataratas conducían sus ojos sin brillo hacia una ceguera, pero así y todo vio esa tarde el refulgir de la medalla caída. Un milagro de nitidez y pureza en una vida empañada y borrosa.
El general tuvo que agacharse para levantarla y comprobar, con asombro, que efectivamente era una de sus condecoraciones. Desde hacía mucho tiempo sus dos nietas jugaban con ellas. La primera vez que se las había dado, Merceditas lloraba en un día de lluvia. Su madre, escandalizada, le había proferido una dulce recriminación. Pero el general le respondió encogiéndose de hombros: ¿Para qué sirve la gloria si no alcanza para detener las lágrimas de una chiquilla? Tal vez no era conciente de que estaba dictando una frase para la historia de la falsa modestia.
Como sea, él jamás tocaba sus condecoraciones y sus nietas se habían acostumbrado de sacarlas del cajón, lustrarlas, portarlas y darles usos imaginarios. Se les tenía prohibido bajar con ellas al patio, pero a veces los niños no se atienen a esas disciplinas. San Martín examinó bien de cerca aquella pequeña pieza refulgente y extraviada. Era la medalla de Bailén. Reconoció su anverso ovalado, los dos sables ligeramente curvos y cruzados, y en su punto de unión la cinta de la que colgaba invertida un águila imperial napoleónica bajo una corona de laurel. En ese momento recordó la voz lejana del general Castaños. Casi podía verlo, luego de la capitulación, entrando en el cuarto de los ayudantes y diciendo, socarronamente, Al fin se rinden todos, águilas, aguiluchos y aguiluchillos. Hacía mucho que no veía al vencedor de Bailén, debía de andar por los noventa años, y alguien de Madrid andaba murmurando que luego de haber ocupado los más altos cargos en el reino de Fernando VII, Castaños estaba pasando una vejez llena de penurias. Nuestro destino es el olvido, se decía San Martín moviendo la cabeza.
El marqués de Coupigny, héroe de la guerra de la independencia, se había tenido que defender, en proceso judicial, por haber nacido en Francia y por haber practicado la masonería. Tras el escarnio, sus perseguidores habían accedido a regañadientes a purificar su legajo y absolverlo. Pocos meses después, hacía ya más de veinte años, el marqués había muerto de mala sangre en su cama.
El general Dupont, en cambio, había vuelto a la vida en París con el regreso al trono de los Borbones. Luego de seis años de cárcel, Luis XVIII le devolvió prebendas y honores, y lo nombró ministro de Guerra. Pero las intrigas políticas y los envenenamientos de la gestión pública lo borraron rápidamente del poder, y murió en el ostracismo.
Juan de Dios, el brioso húsar de Olivenza, se había perdido para siempre en la bruma del tiempo. Una sola vez San Martín había soñado con el salvador de Arjonilla. Y en aquel delirio de fiebres, que lo había postrado en grave estado durante siete días en el Perú, estaban los dos comiendo puchero y bizcochos secos en la trinchera, y de pronto una palabra llevaba a la otra, y cruzaba espadas con el húsar. Y la punta del sable del húsar lo atravesaba. Era uno de los profanadores de Jaén, mi capitán, le repetía.
San Martín apretaba la medalla de Bailén evocando a todos aquellos fantasmas. Y seguía moviendo la cabeza en medio del patio de las hortensias. A mí mismo no me ha ido mejor que a ellos, se dijo sin mover los labios. Luego se incorporó con cierta dificultad y salió a la calle arrastrando los pies. El sol se estaba yendo de la Grand Rue y ya no era aconsejable dar una vuelta. Sobre todo para un anciano frágil y próximo a la ceguera. Pero los recuerdos le habían hecho mella y necesitaba un poco de aire.
Inició entonces el camino que hacía por las mañanas con sus nietas. Repechaba las calles inclinadas y pasaba por delante del Palacio Imperial. Y se quedaba un rato viendo ese edificio imponente donde Napoleón había dormido algunas noches. Desde ese cuartel general, el emperador había reunido a la gran armada francesa con el frustrado propósito de invadir Inglaterra, y luego a 180.000 hombres para la campaña en Austria. Le petit caporal, repitió San Martín, encorvado y admirativo. Admiraba hasta la ingenuidad a aquel magnífico enemigo que había muerto en el exilio y que, hacía ya casi diez años, había sido repatriado para un funeral tardío en París durante el que había sonado el réquiem de Mozart.
¿Y qué pasaría con sus propios restos? ¿Serían repatriados también? ¿Alguien recordaría alguna vez que el teniente coronel de Yapeyú había viajado a América para levantarla en armas contra la España siniestra de Fernando VII, que había construido un ejército, que había ganado batallas imposibles, que había cruzado los Andes y que había liberado a los pueblos del sur?
Tenía setenta años y seguía siendo, en el Río de la Plata, un turbio personaje del pasado luego de haber sido su prócer mayor. Se había tenido que volver a Europa en medio de ataques políticos y calumnias, y en 1826, cuando su nombre ya era mala palabra, hasta habían ordenado la disolución de su mítico regimiento de Granaderos a Caballo. Un escritor que lo había visitado en Grand Bourg le contó aquella escena, ochenta jinetes entrando en silencio a la ciudad y entregando, como si fueran los vencidos, uno a uno sus sables. Venían de guerrear por toda la región y declaraban solemnemente: “No queda un solo español armado en América”. Pero en Buenos Aires eran tratados con sospecha y con distancia, como si trajeran la lepra.
El viejo general subió por la rue de Couisiniers y estuvo, por costumbre, a punto de entrar en la farmacia de Notre Dame para saludar al boticario. Allí compraba siempre sus medicamentos. San Martín tenía todo tipo de dolencias. Tomaba opio en dosis homeopáticas para combatir sus dolores de estómago. Luego de Bailén había vomitado sangre muchas veces, y le habían diagnosticado úlceras y espasmos. Aquella cuchillada en el tórax que le habían dado los bandoleros camino a Salamanca le había producido problemas pulmonares crónicos, o al menos así lo creía. También sufría tremendos dolores óseos. De hecho había tenido un ataque agudo de gota durante la batalla de Chacabuco, y ese endiablado achaque lo seguía mortificando en el otoño de su vida.
Era un hombre de férrea voluntad, pero había llevado desde los trece años una existencia áspera y rigurosa, llena de privaciones, sufrimientos, sinsabores, ansiedades y malas noticias. Había luchado a muerte mil veces, había recibido heridas y contusiones de toda especie, había contraído la fiebre tifoidea y el cólera, y con todo había logrado sobrevivir a muchos de sus amigos y adversarios.
Allí estaba, doblando hacia el Gran Castillo y mirándose un instante en el foso de agua, que le devolvía la imagen de un hombre canoso de mirada quebradiza. Ningún general enemigo es tan soberbio e impiadoso como la vejez y el deterioro. Empezó a sentir frío y apuró el paso por los bordes de la muralla. Un viento helado que venía del mar le quemaba el rostro serio. Subió los escalones hasta el segundo piso y le anunció a su familia que no tenía ganas de cenar y que se recostaría un rato. Cerró la puerta a sus espaldas y se fue quitando lentamente la ropa. Luego colocó la medalla junto al pequeño retrato de Solano, que siempre tenía cerca, y se acostó mirando hacia el techo. Se acostó a soñar despierto con Bailén. El lodo y la sangre. Las risotadas y las chanzas. Las descargas cerradas. Los soldados que empuñaban carabinas y calaban bayonetas. Los chasquidos. Las balas que pasaban silbando. Los fusileros intoxicados de pólvora que mordían el cartucho, empujaban el proyectil con la baqueta, se ponían los mosquetes contra la cara y disparaban. Los bordados y los cordones. Las fogatas y las antorchas. La miseria. El dolor. Los muertos.
Como en una epifanía imaginó un lienzo de Velázquez. El cielo cargado y también azul, en el fondo las serranías y los olivares, y en el centro los generales –uno victorioso e indulgente; el otro orgulloso pero vencido- con sus ayudantes y con sus tropas. José de San Martín se buscó en las segundas líneas de la rendición de Bailén, y se encontró al fondo del cuadro de la historia, apenas una silueta sombría detrás de las banderas.
Cerró lentamente los ojos como si quisiera morirse, y recién entonces se durmió.
Fin

41 comentarios:

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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It is my first time here. I just wanted to say hi!

Anónimo dijo...

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This is the truest form of banking Internet simply because these banks only exist online.

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Historically banks were institutions that held your money under lock and key.

Traditional banks have monitored the popularity and growth of the internet, and realising customers wanted greater control of their affairs, have created their own internet banking web sites.

These banks, and all other internet banking continue to grow in popularity because they are convenient, saving customers time and money.
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Internet banking has revolutionalized banking with immediate global access to your bank accounts using a secure internet connection.

Anónimo dijo...

Another issue that you must stay on top of is price fluctuations from the bookmaker. The prices for placing bets do not just change with different bookies but even with the same. You cannot take it for granted that the prices that are quoted in print like the Racing Post will be valid at the time of the event. With sports betting things can change very rapidly so be sure that the price will be honored before placing your bet otherwise this can seriously affect the outcome of your arbitrage sports betting.
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The Parlay System is one of the most famous of betting systems that are commonly used in horse racing. Many have said that contrary to other sports betting systems, the Parlay System has a pyramiding effect on your profit which means your winnings are played on successive wagers.
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The Paroli System, of all the famed sports betting systems, is thought to be opposite that of Martingale. Where the difference lies is on the scheme that with the Paroli System, you start with one wager and then up the wager when you win rather than with a loss. This system lets the profit run and cut short the losses, which makes it appealing due to the fact that you don’t have to have a lot of money to be able to use it effectively.

The important thing to note here is that neither of the above approaches is "systemised", although those in the first group believe that they are limiting losses while increasing their winning chances. But what the majority in that first group generally do not take proper account of is how the Bookies have fixed the odds to ensure that they, the Bookies, will come out on top in the long run. What this means is that if you only bet on "favourites" you will eventually lose all your money, although it is true that you will enjoy a much longer period of betting before you kiss your last buck goodbye!

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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