domingo, 13 de abril de 2008

La Medalla de Bailén

1-Marcha de aceros en la oscuridad
El capitán pensó en Napoleón. Apenas un fogonazo en la memoria que barrió para no distraerse. Sostuvo en su puño el sable envainado, giró sobre su montura medio cuerpo y se alzó levemente sobre los estribos para ver más atrás y más lejos: veinte hombres a caballo y cuarenta a pie lo seguían en la oscuridad. Solo se oían los cascos y el tintineo de los metales, sombras detrás de sombras en medio de la nada. Caballería de Borbón y Húsares de Olivenza, y una infantería de apoyo surgida de su propio regimiento, los Voluntarios del Campo Mayor.
El capitán vestía el uniforme de “El Incansable”: una casaca verde, con su forro y bocamangas encarnados, botones y entorchados de plata, chaleco y calzón blancos, y un sombrero de dos picos con penacho rojo sobre la escarapela. En aquella madrugada del 23 de junio de 1808 tenía treinta años y una misión de sangre: tomar contacto con la avanzada de las tropas francesas y destrozarlas. Eran la vanguardia de la vanguardia, el ariete mismo del Ejército de Andalucía, y no podían hacer otra cosa que seguir adelante y encomendarse a la Inmaculada Concepción.
Giró de nuevo sobre su caballo y avanzó mirando al frente, hacia la espesura, por el camino del arrecife, a través de campos de olivares y sierras, imaginando que detrás se escondían los treinta mil franceses que venían arrasando pueblos, saqueando casas, degollando niños y violando mujeres.
Qué triste ironía. El capitán había combatido junto a esos hombres en otros tiempos, simpatizaba con su revolución de luces y admiraba el genio militar de Napoleón Bonaparte. Había estado a punto de ser linchado en Cádiz a manos españolas por esas simpatías. Pero los franceses habían invadido España, vejado sus tradiciones y usurpado el trono, y aunque el capitán había nacido en América aún se sentía parte de aquella patria descompuesta. Ahora sí pensó un rato en Napoleón. Once años atrás el capitán no era capitán sino teniente de caballería, y navegaba peligrosas aguas a bordo de la fragata Santa Dorotea. España era todavía aliada de Francia y el barco estaba fondeado en Tolón mientras la impresionante escuadra francesa ultimaba los preparativos para la campaña de Egipto. Hubo una fiesta de honor para la oficialidad española, y Bonaparte se abrió paso entre muchos y clavó la mirada en el teniente español. Fueron unos segundos mágicos y desconcertantes, que nadie pudo comprender, y entonces el futuro emperador dio un paso más y tomó un botón de la casaca blanca y celeste, y leyó el nombre de Murcia. El teniente le sostuvo la mirada, y Napoleón sonrió de manera enigmática como si entendiera con el instinto algo que no podía pronunciarse. Tal vez sólo se trataba de un vago presentimiento.
No era de vanagloriarse, aunque el capitán de “El Incansable” había contado algunas veces ese breve encuentro con una mezcla de orgullo y escalofríos. Mirando las tinieblas de la noche cerrada casi podía imaginar que esos ojos célebres y penetrantes seguían observándolo detrás de la serranía.
El avance de la columna era lento y grave: los jinetes no podían superar el ritmo pesado de la infantería y había que marchar ensimismado pero despierto, con las armas listas. El capitán se dio cuenta de que aún sostenía el sable envainado con la mano izquierda, como si fuera a caérsele al piso. Lo soltó para que pendiera y se pasó una mano por la frente. Faltaba poco para clarear, lo sentía en las tripas. Después de tantos años de guerra y cuartel podía reconocer el advenimiento de la alborada con solo ver la insinuación de un destello. Ya eran casi las cinco, hora de probar suerte. Tiró de las riendas y se apartó de la fila, pegó tres gritos roncos y secos y dos húsares se despegaron del grupo y clavaron espuelas. Eran dos soldados cetrinos y ágiles. Salieron al galope con la orden de adelantarse y explorar el terreno, y su jefe los vio desaparecer por el mojón.
El capitán no dijo una palabra, volvió al trote a la cabeza de la fila y retomó el paso preparando la paciencia para un largo rato. Pero los húsares lo sorprendieron volviendo a la carrera y frenando con vehemencia. ¡Caballería enemiga se escapa por el arrecife!, gritó el mayor, que se llamaba Juan de Dios y que era nadie. El capitán le habló con voz clara esta vez. Le ordenó que regresara a Aldea del Río, sobre el Guadalquivir, donde su jefe estaba acantonado, y que volviera con las instrucciones. Se salía de la vaina por atacar y su tropa esperaba ansiosa y angustiada, pero la ida y vuelta del correo los mantuvo media hora en ascuas.
Al fin Juan de Dios reapareció con la noticia de que la misión era atacar a los gabachos y meterles bala y acero. El capitán montaba un caballo de cinco años, negro y con la crin y la cola recortadas, y llevaba fundas de arzón con dos pistolas. Rozó irreflexivamente las culatas con la vista perdida, y después levantó la cara, acarició los belfos de su montura y ordenó marcha ligera. La tropa, que le seguía cada uno de los gestos, hizo ruido de armas, campanilleos de espuelas y espadas, y crujir de fusiles y correajes. La columna cobró movimiento y se lanzó al ruedo. A razonable distancia del arroyo Salado, hacia la zona de los Amarguillos, el pelotón se detuvo y un oficial le pasó un catalejo. Dos jinetes de la avanzada francesa cruzaban el arroyo y se perdían en la vegetación. Estaban muy lejos como para darles alcance. El capitán era un hombre frío pero estaba muy caliente. A punto estuvo de lanzar, con ira, el catalejo al piso. A cambio de eso, llamó a los gritos a los dos guías arjonillenses y les explicó someramente la situación. Decidme como diantres les damos alcance a esos mosiús de la gran puta, dijo de corrido, torciendo la boca. Hay una trocha, mi capitán, le respondió uno de ellos. Había efectivamente un atajo imperceptible entre los olivares que serpenteaba hasta las faldas de una colina cercana y que salía a las casas de postas de Santa Cecilia.
La caballería, seguida a la carrera por los infantes, se metió por esos senderos invisibles y llegó a destino cuando ya el sol se alzaba nítidamente en un cielo sin nubes. Desde esa posición no era necesario utilizar ningún catalejo. Se veía con total claridad una línea entera de jinetes imperiales que, confiados en su amplia superioridad, esperaban a los españoles para hacerlos pedazos. En esa situación, solo un demente se atrevería a darles batalla.
Fue entonces que el capitán José de San Martín, oriundo de Yapeyú, extrajo su espada y, para estremecimiento de todos, gritó acompasadamente a sus húsares: ¡En línea! ¡Sables! ¡A la carga!

2.“Nos quitan la gloria, mi capitán”
Había estado en muchas reyertas y tenía varias cicatrices. Había conocido de cerca la muerte a los 13 y 14 años durante las batallas contra los moros de Melilla y de Orán; había aprendido a reconocer los terroríficos ruidos de la fusilería en la campaña del Rosellón y había sufrido penurias y privaciones a bordo de un buque que combatía contra los ingleses. Lo habían atacado a estocadas cuatro bandoleros camino a Salamanca y había escapado milagrosamente de una turba que quería colgarlo de un árbol en una plaza central de Cádiz.
Al capitán no le temblaba el pulso en aquella madrugada de Arjonilla, pero sentía un ardor de úlcera en la boca del estómago. En los inicios de una carga de caballería había una especie de silencio pleno de gritos y amenazas, un sordo batifondo de tropel y una cierta suspensión de la cordura. Durante esa carrera sin obstáculos parecía como si nadie respirara, y el choque contra el metal y la carne llegaba como un estrépito y como un desahogo irracional y salvaje. En esos momentos nadie pensaba en la patria, ni en su familia ni en su destino, no había ni siquiera pensamiento: solo entrevero y ansias de matar.
San Martín, sin embargo, tenía la obligación de mantenerse lúcido en la tormenta. Salvo que lo decapiten, un verdadero estratega nunca pierde la cabeza en una arremetida. Los veinte jinetes de su pelotón galoparon a ciegas con los ojos bien abiertos y se llevaron por delante a los franceses vitoreando a España y a Fernando VII, y cagándose a viva voz en los antepasados de Bonaparte.
La colisión fue eléctrica y estuvo llena de ruidos escalofriantes: tajos, golpes, quejidos, alaridos y relinchos de espanto. Un cazador español le partió el cráneo al medio a un cabo francés y dos soldados forcejearon para acuchillarse y rodaron al piso, enredados y sangrientos. Hombre contra hombre, espada contra espada, se escuchaban los tañidos de metal y los insultos. Hasta que una punta acertaba entre costilla y costilla o atravesaba el pecho de alguien o se enterraba en los riñones de un infeliz. O hasta que el filo de un revés bien dado degollaba a un dragón francés o le abría un callejón en la barriga. También había pistoletazos a quemarropa que destrozaban un corazón o borroneaban una cara. Disparos cortos y alaridos largos.
El parte de batalla describiría luego la maniobra de San Martín como una acción de “inusitada intrepidez”. Su pelotón surgió como un relámpago mortal y los dragones franceses caían como moscas. En la desesperación, y viendo quién mandaba en aquella mañana milagrosa, un oficial francés señaló a San Martín y les gritó a sus guerreros que se concentraran en darle muerte. Pronto lo rodearon cinco o seis tipos peligrosos llenos de cicatrices. El capitán atravesó a uno con su sable corvo y bajó a otro de un mandoble, pero alguien pechó a su caballo negro y lo hizo tambalear. Hombre y bestia rodaron y el capitán quedó por un momento aplastado y a merced de las espadas. San Martín no tuvo tiempo ni siquiera de pensar que estaba perdido: Juan de Dios, el cazador de los Húsares de Olivenza que había detectado a los franceses y corrido ida y vuelta con la orden de aniquilar al enemigo, apareció de la nada, derribó a un francés de un sablazo, mantuvo esgrima con otros dos y sirvió de escudo humano. Cuatro años después, un granadero salvaría al Gran Capitán de idéntica manera en el combate de San Lorenzo.
Un sargento de la caballería de Borbón lo ayudó a ponerse en pie y le ofreció su propia montura, y Juan de Dios siguió peleando como si nada, mientras los cadáveres franceses cubrían el campo de batalla. El capitán dijo, entre dientes, Virgen Santa, tomó las bridas de su nuevo caballo y trepó de un salto. Desde esa posición vio cómo el oficial francés y varios de sus dragones volvían grupas y emprendían una alocada fuga por entre los olivares. ¡A ellos, a ellos!, gritaban los españoles, cebados por la victoria: diecisiete dragones franceses yacían muertos y otros cuatro se veían muy malheridos. Había un solo soldado español lastimado. Era un triunfo inmenso y el jefe de los gabachos corría como si se lo llevara el diablo. El capitán estaba sonriendo con ferocidad cuando lo traicionó el sonido de un clarín. Por un instante creyó que alucinaba, pero un segundo después volvió a escuchar el son de retirada y la sonrisa se le borró de repente. No podía ser posible. ¡Rediós!, gritó golpeando el aire con su sable. El sargento había recuperado caballo y ya estaba junto a él: tampoco daba crédito a lo que sucedía. Los tenemos, mi capitán, un rato y los tenemos, le rogó el sargento, y Juan de Dios se les unió montado sobre una yegua francesa. San Martín no los miraba. Sus ojos parecían clavados en la dirección de la que provenía la voz del clarín. Ya se habían acallado los sonidos de la batalla de Arjonilla y el capitán parecía debatirse entre el fuego y las brasas. Nos quitan la gloria, mi capitán, dijo Juan de Dios, que llevaba el rostro tiznado y que estaba haciendo uso y abuso de la extraordinaria confianza que le otorgaba el hecho da haberle salvado el pellejo a su jefe. El capitán se volvió entonces para observarlo. Por un momento fue como si creyera que el húsar era un insolente, pero después se le aflojaron las facciones, adoptó una expresión calma y ensombrecida, envainó su sable y le preguntó a su sargento: ¿No escucha la orden de nuestro comando? A retirada, dijo sin énfasis. Apretó los muslos y pasó a bridas flojas entre caballos huérfanos y cuerpos sanguinolentos. Sofrenados pero alegres, sus hombres se descargaban con abrazos, felicitaciones, risotadas y blasfemias. San Martín, en cambio, miraba los rostros fieros y descolocados de los dragones franceses, hombres de mostacho tupido, curtidos veteranos de huesos grandes y carnes duras, y también algunos imberbes que habían jugado a ser mayores y que terminaban su corta vida allí, a campo traviesa, de cara al cielo. El capitán despertó de esa abstracción del horror de la guerra solo cuando escuchó que sus hombres lo aclamaban. Un oficial que los conduce a un triunfo tan rápido y aplastante enardece siempre a la tropa y gana su admiración eterna. San Martín respondió con timidez a esos agasajos y organizó el regreso.
Lo recibieron con algarabía en el campamento de Aguas del Río, pero tuvieron que oír sus quejas. Alguien del comando informó a la Gaceta Ministerial de Sevilla los detalles de la tremenda hazaña. “Mucho sintió San Martín y su valerosa tropa que se les escapase el oficial y demás soldados enemigos, pero oyendo tocar la retirada hubo que reprimir su ambición”, escribió un periodista. Luego informó que San Martín había sido ascendido a capitán agregado del Regimiento de Caballería de Borbón y se refirió a cómo corrían aquel día en Arjonilla, horrorizados por la valentía española, el jefe francés y sus dragones, y anotó una frase memorable: “Los que así huyen son los vencedores de Jena y Austerlitz”.
Ese texto fue la base de un edicto que la Junta de Sevilla volanteó una y otra vez para retemplar el ánimo de su ejército y del pueblo. Todos se burlaban de cómo escapaban aquellos franchutes, que “hasta los mismos morriones arrojaban de terror”. No sabían que aquella decisiva escaramuza del capitán San Martín era sólo el prólogo de la gran batalla de Bailén, donde correrían litros y litros de sangre y donde se cambiaría para siempre la Historia.

3.La sombra del linchamiento
De regreso del fogón, con un cansancio sobrenatural encima, el capitán ya se encontraba en su pequeña tienda de lona, baúl y candil, cuando Juan de Dios se presentó a brindar con él. Venía un poco achispado el cazador y traía de regalo dos frascos enfundados en cuero. El capitán dejó los correajes y brindó por el rey con aquel otro héroe de Arjonilla. Juan de Dios, tambaleante y emocionado, le deseó fama y gloria, y a punto estuvo de desmayarse con un hipo sobre el catre. San Martín, que ya había sido demasiado condescendiente, llamó a su ordenanza, le pidió que llevara a Juan a la cama, lo arropara y que avisara a los suboficiales que tenía dos días de arresto por presentarse en estado de evidente ebriedad. Cuando daba vuelta para lavarse la cara en un cubo de agua fría bajo la luz de un farol de petróleo, tres húsares que pasaban lo vitorearon. El capitán les devolvió el saludo con simpática parquedad, se lavó, se secó, volvió a entrar en la tienda y se quitó las botas. Afuera se escuchaban toques de cornetín y murmullos. Y qué dirán ahora en Cádiz –se preguntó-. ¿Seguirán diciendo que soy un afrancesado, esos hijos de la gran puta? Se sentó en el catre, prendió un cigarro habanero y, completamente insomne, procedió a afilar la hoja del sable sobre una piedra de esmeril. Mientras afilaba pensaba en el marqués del Socorro.
Se llamaba Francisco María Solano Ortiz de Rosas, también había nacido en América, y era a un mismo tiempo maestro y espejo del capitán San Martín. Un hombre gallardo y teatral, capaz de utilizar por igual la pluma y la espada, un héroe y un caballero, capitán general de Andalucía y gobernador político y militar de Cádiz. Solano había tomado a San Martín bajo su mando. Se habían conocido en la guerra del Rosellón y habían combatido juntos contra la terrible epidemia de la fiebre amarilla. En casa del gobernador, el capitán de Yapeyú se había relacionado con el arte, con la política, con las ideas y con la masonería. Ambos eran, naturalmente, contrarios al oscurantismo de sacristía y admiraban los ideales luminosos y modernos de la Revolución Francesa. Pero la ocupación de España y la masacre del 2 de mayo de ese mismo año, cuando el pueblo de Madrid se levantó contra las tropas de ocupación y fue duramente castigado, los habían convencido de que debía declararse con urgencia una guerra contra Francia. Aunque las órdenes no llegaban y la gente tomaba la prudencia de Solano como un signo de traición.
Una noche, cien de los más exaltados entraron a la residencia por la alameda. Iban armados con pistolas, escopetas y navajas. Y los soldados que custodiaban el lugar los alentaban o hacían falsos gestos de resistencia. Sabiéndose perdido y entregado, Solano solo atinó a dar unos disparos al aire que no disuadieron a nadie; subió por unas escaleras interiores y ganó los tejados mientras sus compatriotas entraban en la Capitanía y destruían y saqueaban todo a su paso.
El marqués del Socorro saltó una pared y pidió refugio en la casa de una vecina irlandesa, viuda de un banquero, que lo escondió en una cámara secreta. Pero entre sus perseguidores estaba el albañil que había construido aquellos pasadizos y la suerte de Solano quedó sellada. Todavía logró correr un trecho, pero un ex novicio de la Cartuja de Jerez salió a atajarlo. Y el general lo empujó a las corridas. El ex novicio cayó a un patio interno y murió.
Entre varios lograron sujetar entonces a Solano y quitarle el calzado y las ropas a zarpazo limpio. Desgarrado y desnudo el general fue conducido hasta la plaza de San Juan, donde ya estaban improvisando el patíbulo. Ataron sus manos a la espalda y dejaron que la turba lo golpeara, escupiera e injuriara de mil formas. Un marinero de los bajos fondos emergió del tumulto y lo alcanzó con su cuchillo en un costado. El general, mirándose la herida, le habló despectivamente: Gran hazaña has hecho. Un amigo personal apareció al rato y lo atravesó con su espada para abreviarle los sufrimientos y evitarle una muerte afrentosa.
En ese momento desembocó en la plaza el capitán San Martín, que en vano había intentado cerrar el paso de los saqueadores en las otras alas de la residencia del gobernador. Tenía ya el sable roto en el puño y quería abrirse paso entre aquella muchedumbre cuando otro grupo que venía de incendiar la residencia del cónsul francés lo rodeó de repente. San Martín retrocedió dos o tres metros y descubrió en ese instante que lo estaban confundiendo con Solano y que ya lo insultaban en esa peligrosa vacilación que antecede a un ataque atroz. Era imposible hacerles frente. Dio media vuelta entre insultos y empujones, y echó a correr desesperadamente por calles laterales de Cádiz. Lo perseguían llamándolo “mameluco y afrancesado”, dando voces y disparándole cada tanto con un trabuco casero. Exhausto, sin esperanza alguna y sin aliento, el capitán penetró en los umbrales de la iglesia abierta de los capuchinos, se paró junto a la imagen de la Virgen y nombró en un susurro final a una mujer que amaba, dándose por muerto.
Un fraile que rezaba frente al altar se interpuso con un crucifijo en la mano. No deis al vivo el nombre del muerto –dijo a la multitud que irrumpía-. El capitán general Solano ya no vive. En cuanto al hombre que estáis persiguiendo, su nombre es José de San Martín y esta santa imagen se llama la Madre de la Merced.
Todos miraban con desprecio al capitán sudoroso pero nadie se atrevía a llevarle la contra al fraile ni a profanar aquel lugar sagrado. A regañadientes fueron reculando hasta la esquina y emprendieron el regreso a la plaza. San Martín entró en la iglesia y se dejó caer en un banco. El padre capuchino cerró las puertas y lo tuvo escondido unas horas. Luego el capitán le apretó fuerte la mano, le dijo no me olvidaré y salió de nuevo a la calle, amparado por la oscuridad. Estuvo oculto varios días en la casa de un camarada, y cuando se calmaron las cosas volvió al ejército, herido en su orgullo y dolido por haber perdido a un gran amigo. La casa de Solano y la ilusión de aquellos días habían sido quemadas en nombre de Fernando VII, un rey negligente e infame. Vaya suerte perra.
San Martín repasó la hoja del sable reluciente y afiladísimo bajo la luz del candil y la devolvió a su vaina. Después salió de su tienda con el cigarro entre los dientes, se acarició los riñones y contempló la noche andaluza.
En la madrugada, muy temprano, tendrían que ponerse nuevamente en marcha. A Solano le hubiera gustado tener aquella enorme oportunidad. No le habría importado, como no le importaba a San Martín, la posibilidad de que las tropas del emperador -el ejército más poderoso y temido del mundo- los estuvieran esperando con las armas listas a la vuelta de un recodo.

4-Emboscada camino a Salamanca
El general que los conducía se llamaba Francisco Castaños, había sido nombrado capitán de un regimiento a los 10 años y una bala enemiga, en una reciente refriega, le había entrado por debajo de la oreja derecha y le había salido por encima de la izquierda. Estaba vivo de milagro, y aunque la oficialidad lo seguía hasta el mismísimo infierno también le recriminaba en voz muy baja que no apurara el paso. El Ejército de Andalucía avanzaba lentamente por una margen del Guadalquivir y el capitán San Martín marchaba a caballo junto al marqués de Coupigny, su nuevo jefe y mentor. El marqués provenía de una familia noble que había emigrado a España y era mariscal de campo de Castaños. Había conocido al capitán criollo en el Rosellón y tenían un amigo en común: el finado Solano. Coupigny encabezaba una división y San Martín seguía formando parte de aquel grupo de choque que tenía por misión adelantarse, entrar y salir de las zonas de dominio enemigo, molestar, distraer y hostigar a los gabachos. Era un equipo compuesto por caballería ligera de cazadores y húsares, y por caballería pesada de coraceros, dragones y granaderos a caballo.
San Martín también había dirigido servicios de instrucción en el campamento de Utrera y había confraternizado con oficiales degradados que cumplían su castigo enseñando los rudimentos de la guerra a los miles de vecinos voluntarios que se acercaban. En esos breves días conoció al subteniente Riera, que sufría pena por haberse jugado al monte caudales de la milicia. Riera era un asturiano valiente, veterano de las guerras en el África y Portugal, y realmente no tenía consuelo. El capitán, conmovido por su sufrimiento, pidió que sirviera a sus órdenes. Riera le recordaba a sí mismo, pero varios años atrás, cuando todavía era teniente y había sido enviado a Valladolid a reclutar voluntarios y a recoger la paga del personal.
Siempre que evocaba el momento más bochornoso de su vida recordaba a aquellos cuatro hombres embozados, armados con espadas y cuchillos, sobre nerviosos caballos negros. San Martín iba cuesta arriba, distraído por los sonidos del bosque y todavía ensimismado en el recuerdo de los deleites que había probado en la ciudad. Había pasado la noche en los altos de una casa de citas con una ramera de fama nacional y se había calzado lentamente a sus espaldas el uniforme celeste y blanco del Regimiento del Murcia mientras el primer sol enceguecía en la ventana. Luego había recogido la cartera, donde guardaba los salarios de sus camaradas, había puesto unos reales sobre la almohada y había bajado a la taberna. Un andaluz le había servido un desayuno ligero para asentar el estómago, un mozo había preparado su cabalgadura. Luego había tomado el camino a Salamanca y había cabalgado como en sueños hacia la primera posta, donde lo aguardaban dos sargentos y varios reclutas. Apenas sí saludó con un brazo el paso de dos peregrinos que iban y volvían de ningún lado. El teniente segundo José de San Martín era un joven alto y circunspecto, y daba siempre la impresión de ser temible. Sin embargo, esa mañana llevaba el ceño distendido y la cabeza en otro sitio. No se dio cuenta de lo que ocurría hasta que finalmente ocurrió.
Al repechar la cuesta sintió un relincho y vio a los cuatro jinetes siniestros. Los vio en lo alto, surgiendo de la niebla atravesada por el sol. Venían despacio, pero al divisarlo se largaron al galope. El teniente, acostumbrado a oler el peligro de muerte en las trincheras, tiró de las riendas, llevó instintivamente su mano a la cintura y escuchó el grito: ¡Venga la cartera, en el acto! Supo enseguida que quienes formulaban aquella orden no esperarían una respuesta. Vendrían de atropellada y a degüello, le robarían los 3.310 reales que portaba y lo coserían a estocadas y puntazos.
Hizo entonces las dos únicas cosas que podía hacer: retrocedió y buscó la empuñadura. Pero el caballo trastabilló y le hizo perder equilibrio, y el sable no quiso salir. Como un vendaval, los caballos de los desconocidos lo golpearon de frente y perfil, y el teniente sintió que el suyo volvía a flaquear y que alguien le pegaba un planazo. Se tomó el costado derecho y se inclinó para protegerse de las cuchilladas, cayó de la silla y rodó, y escuchó los quejidos del animal. En un segundo el teniente se paró entre las hojas secas y la polvareda. Un embozado venía a la carrera y a los gritos, pero él ya tenía el dichoso sable en la mano. Clanc. Lo recibió a pie firme, y el asesino se sacudió como un muñeco y siguió de largo. Otros dos lo rodearon, caracoleando y lanzando hachazos. San Martín sintió un corte ardiente en la muñeca izquierda y arremetió ciegamente, como si el sable fuera un garrote. Se oyó un crujir de huesos y un alarido, y uno de los jinetes se vino abajo. El teniente no se dio vuelta a verlo, pasó por debajo de otro caballo y lo pinchó en la ingle. El animal se alzó en dos patas, aterrorizado, y quiso echar a correr y chocó contra otro caballo. Y un embozado formuló una maldición y cayó de culo.
San Martín estaba lúcido y dolorido pero no sabía dónde se encontraban los unos ni los otros. Le chorreaba sudor por la cara y le latían las sienes. Giró en redondo, con los sentidos alertas, aferrado a su cartera de cuero y a su espada y vio por el rabillo del ojo que un espadachín del infierno se le venía encima. Lo paró con el filo en el último segundo y le devolvió gentilezas a brazo partido. Después hizo lo propio con su compañero, que lo atacaba por la diestra con una espada anticuada pero mortal. Solo se oían los metales y los relinchos y por encima las puteadas apremiantes de todos.
El teniente del Murcia atendía todos los frentes, y mantenía a distancia y a braceadas y a puñetazos a sus atacantes, cuando el último jinete volvió de entre los árboles, vino al trote ligero, se inclinó levemente hacia delante y le metió una puñalada en el pecho. Fue una puñalada de paso, y San Martín sintió el pinchazo y el frío. Se llevó la mano a la herida y se agachó sin saber qué estaba pasando. Tuvo todavía un instante para verse la mano ensangrentada, pero enseguida le llovieron golpes y trompadas, terminó de rodillas y perdió en la paliza el sable y la respiración, y aguantó una seguidilla de patadas y de mandobles finales.
Cuando despertó estaba solo y despojado, sangraba por los pliegues del uniforme y le dolían todos los huesos. Tardó media hora en entender quién era y qué había sucedido, y entonces giró trabajosamente hacia la izquierda y trató de incorporarse. La boca se le llenó de sangre turbia y volvió a desvanecerse y a despertarse un siglo después. Caía el sol sobre el bosque, y el teniente del Murcia se sentó, y luego logró pararse y al final caminó entre árboles, sin caballo, sin sable y sin cartera. Y también sin sentido, con una grieta en el corazón de pésimo pronóstico. Estoy muerto, se dijo, y anduvo por ese laberinto de espesuras y fue hallado desmoronado a los pies de un árbol por aquellos dos peregrinos, un hombre y una mujer de cara sucia y manos callosas, que lo socorrieron a lomo de mula.
José de San Martín se debatió entre la vida y la muerte durante dos días. Tuvo fiebres y delirios. Y como en una premonición, soñó entera una batalla sin saber que soñaba la gran batalla que haría llorar lágrimas de sangre a Napoleón

5-“No habrá piedad ni miramientos”
Madre que lo parió, es un plan muy peligroso, pensó el flamante ayudante del marqués de Coupigny. Aunque, claro está, se cuidó muy bien de no decir una palabra. El marqués le había permitido, en reemplazo temporario de otro de sus camaradas, pasarse un rato en el campo oval que forman, detrás de la mesa de los generales, sus hombres más experimentados. San Martín estuvo dos horas detrás de Coupigny mientras este debatía con el Estado Mayor, y sobre todo con el gran general Castaños, la estrategia para derrotar a los franceses. Estaban celebrando un consejo de guerra en la casa de una familia tradicional de Porcuna, y se mencionaba una y otra vez el nombre del diablo: Pierre Dupont de L’Étang.
Dupont era un aristócrata que había presenciado la toma de La Bastilla, había hecho carrera en la Legión Extranjera, acababa de ser nombrado conde por Napoleón y lo esperaba en París el bastón de mariscal si lograba aplastar la rebelión militar en Andalucía. Había entrado en Córdoba y había permitido que sus hombres la saquearan durante nueve días de horror y pesadilla, en los que los gabachos arremetieron contra iglesias, conventos y casas, asesinaron vecinos, degollaron niños, violaron monjas y se robaron dinero, joyas, imágenes religiosas, alimentos, vehículos y caballos. Después, al abandonar Córdoba, tuvieron que marchar muy lentamente por el botín que llevaban: siete kilómetros de carros.
A Castaños y a Dupont les tocaba jugar el ajedrez de la guerra en aquel caluroso junio de 1808, y los demás serían solo piezas expiatorias del pavoroso tablero. El plan del general Castaños era arriesgado e imprudente. Había que cruzar el Guadalquivir con dos divisiones, reorganizar las tropas en Bailén y avanzar hacia Andújar para caerle al enemigo por la espalda. Mientras tanto, él mismo fijaría a Dupont en Andújar y lo acosaría para hacerle creer que el ataque principal llegaría por el frente. No sabemos siquiera cuánta tropa tienen los franchutes –se decía San Martín-. Y tenemos una marcha de cuarenta kilómetros en paralelo al flanco izquierdo del ejército de Dupont. Mala cosa.
El marqués fue puesto a la cabeza de la segunda división, que contaba con más de siete mil hombres y que tenía por objeto tomar posición inmediata de un punto cercano a Villanueva de la Reina, el poblado donde estaban instaladas algunas tropas estratégicas del ejército francés. El capitán ayudante iría a su lado, preparado para entrar en acción directa en cuanto se lo ordenase. También eran de la partida el subteniente Riera, mucho más atrás, y el húsar Juan de Dios, que cabalgaba con los ojos entrecerrados. El ejército del marqués marchaba al infierno o la gloria en una explosión de color, cada uno con el uniforme del regimiento original al que pertenecía, por terrenos verdes, pródigos y alegres donde reinaba, sin embargo, un silencio de muerte. Coupigny era alto y rubión, casi colorado, y no gastaba mucha saliva. Pero sentía gran estima por su protegido, aunque tal vez presentía que San Martín estaba librando su propia batalla.
Castaños abrió el primer día de operaciones con un fuerte cañoneo de distracción. Y en La Higuereta, donde improvisaron un campamento, Riera se le acercó a San Martín y le preguntó qué ocurriría. Los dos se pasaban el agua de la caramañola y se escondían de los últimos rayos del sol abrumador. Los correremos de Villanueva, sable en mano -le respondió el capitán en voz muy baja-. No habrá piedad ni miramientos. Riera se encogió de hombros: Ellos no tuvieron ningún miramiento en Córdoba. Y escupió al suelo pensando que su capitán se solidarizaría con su odio. He estado en muchas guerras como para saber que nosotros no somos mejores, pensó. Pero no se lo dijo.
Al día siguiente, el marqués le ordenó que participara de la ofensiva contra los dos batallones que ocupaban esa pequeña población e impedían el paso. San Martín se puso en línea, extrajo el sable y se unió a la carga. Luego cruzó el río a los gritos con la caballería ligera, sintió la tétrica respuesta de la fusilería, y de costado notó que derribaban a dos de sus hombres. El chapoteo en las aguas del Guadalquivir, el ruido de las herraduras, los alaridos de dolor, las blasfemias en español y las maldiciones en francés, y de repente la orden de retirada del jefe de los gabachos y una persecución sangrienta más allá del río y del camino de Andújar a Madrid. Los jinetes corrían a los soldados imperiales, y San Martín se puso las riendas entre los dientes, se pasó el sable a la mano izquierda, sacó de la funda de arzón una de sus pistolas y descerrajó un tiro a la carrera. Un sargento de las tropas napoleónicas recibió el disparo en la baja espalda, se revolvió sobre su caballo y cayó pesadamente en la huella.
Hubo muchas muertes en esa cabalgada y en un momento Coupigny ordenó volver grupas y tomar posiciones en la desalojada Villanueva de la Reina. Al regresar, San Martín cruzó miradas con Juan de Dios. El húsar traía en su caballo, como trofeo, un morrión francés. El capitán reconoció en el carácter del cazador que lo había salvado de la muerte los rasgos de algunos camaradas que habían combatido a su lado en Africa, en Portugal y en los Pirineos. Hombres singulares que luchaban con alegría y despreocupación hasta el mismísimo instante final en el que los atraviesa el acero.
La algarabía del triunfo no lo distrajo de los caídos en el río. El capitán desmontó en la orilla y miró los dos cadáveres españoles que sus infantes habían sacado del agua. El subteniente Riera era uno de ellos. Tenía un impresionante orificio de bala en la garganta, y los ojos desorbitados e inexpresivos. Reivindicar su honor perdido le había salido muy caro. San Martín se acuclilló a su lado, le despejó el pelo mojado de la cara y le cerró los ojos.
Esa noche apenas pudieron dormir, y a las cinco de la tarde del día siguiente, el marqués observó con sus catalejos cómo otra división de Dupont se retiraba por el camino que bordeaba el cauce, haciendo exhibición de poderío y control del terreno. No me gusta ese desfile –dijo a sus principales espadas-. Los hostigaremos en el flanco y la retaguardia toda la noche.
El héroe de Arjonilla acompañó la operación. La caballería de Borbón y el batallón de Voluntarios de Cataluña cargaron contra la columna francesa y la tuvieron a mal traer durante horas. Los gladiadores de aquellas legiones francesas que no conocían la derrota, aquella tarde mordían el polvo o se entregaban. Al final de la expedición había muchas bajas, sesenta prisioneros y un regalo del cielo. Las tropas de Coupigny habían logrado capturar a un correo del maldito Dupont, y San Martín compartió con su jefe la lectura a viva voz de varias misivas en las que el general gabacho les describía a sus superiores de Madrid su complicada situación militar. El marqués dispuso entonces que se las enviaran a Castaños. Y el jefe máximo ordenó que las cartas fueran traducidas al español, copiadas y repartidas entre la tropa para levantar la moral.
Necesitaremos toda la moral del mundo para derrotar al petit caporal, dijo San Martín afeitándose con una navaja. El marqués, que fumaba mirando el horizonte, asintió en silencio. En grave silencio.

6-Duelo de cañonazos, cargas y degüellos
Los dos ajedrecistas carecían de información, estaban enojados con sus generales y se cagaban diariamente en todos los dioses del Olimpo. Castaños no podía entender por qué sus dos divisiones no habían cruzado todavía la línea del Guadalquivir ni cómo era que tardaban tanto en unificarse, tal como lo habían planeado en el consejo de Porcuna. Para no seguir contrariándolo, la primera división cruzó entonces en Menjívar, con el agua a la cintura y las armas sobre la cabeza, y despanzurró durante catorce horas a las fuerzas francesas. La división de Coupigny llegó esa noche y los dos ejércitos se convirtieron finalmente en uno. San Martín pudo ver la enorme cantidad de soldados de ambos bandos que yacían muertos, heridos o terriblemente mutilados en las tiendas de campaña.
El otro ajedrecista, leyendo el parte de aquel encontronazo, montaba en cólera con sus mariscales de campo y daba directivas a los gritos. Sabiendo que le estaban haciendo una encerrona y que su situación era delicada, resolvió en ese mismo momento retroceder hasta Bailén. Pero con muchísimo sigilo, burlando la vigilancia de Castaños.
Dupont esperó hasta la madrugada del 18 de julio y, antes de abandonar Andújar, ordenó taponar silenciosamente el puente sobre el Guadalquivir con carretas y vigas, y dejó apostada allí una unidad de caballería para cubrir las apariencias.
Castaños roncaba en su vivac cuando Dupont partía en puntas de pie hacia Bailén al frente de una columna que ya medía doce kilómetros de largo y en la que se movilizaban nueve mil soldados aptos para la guerra, familias y funcionarios, y carros con trofeos, víveres y enfermos.
El clima se presentaba agobiante pero las noticias eran aún peores. Cuando el general español fue notificado del ardid de Dupont ya era demasiado tarde. Aunque habituado a la frialdad del soldado profesional, a Castaños le salía espuma por la boca. No podía creer que algo así le hubiera sucedido bajo sus propias narices. Armó un revuelo gigantesco y mandó a un grupo de caballería en persecución del convoy francés. Pero el puente bloqueado los retuvo varias horas.
A esa altura nadie estaba demasiado seguro de nada. Ninguno de los bandos en pugna tenía idea sobre las fuerzas y las posiciones de sus enemigos. Era de noche y se había tocado diana en todos los campamentos, pero los generales españoles y franceses tenían miedo por flancos donde no había nada que temer y se confiaban en sitios donde había serio peligro. La luna estaba en su cuarto menguante, y cuando las vanguardias de las dos fuerzas se adivinaron en la oscuridad comenzaron a los tiros.
Desde ese momento hasta el final transcurrieron diez horas de sangre y fuego con marchas y contramarchas y asaltos mortales. Coupigny envió a su segundo comandante a destrozar a la vanguardia, y hubo escenas rápidas y crueles en las tinieblas de la noche. Los españoles tomaron dos piezas de artillería del enemigo, pero los gabachos contraatacaron a fuerza de bayoneta y las recuperaron.
Cuarenta y cinco mil jinetes, infantes, ingenieros y artilleros luchaban con la sed y con la crueldad. Hubo duelo de cañonazos y cargas y degüellos en todo el frente de combate.
En ese instante, San Martín escuchó que ordenaban atacar a los franceses por los flancos. El Regimiento de Ordenes Militares y los Cazadores de la Guardia de Valona bajaron un cerro a toda prisa y cuatrocientos jinetes de Dupont les presentaron batalla. Entre las dos fuerzas existía un profundo barranco que los franchutes tenían que rodear. Los españoles aprovechaban ese desfiladero para dispararles. Tuvieron muchas bajas, así y todo lo atravesaron y cargaron contra la infantería española.
El marqués avanzó con dos regimientos, una compañía y un escuadrón. Pero en una carga feroz, los dragones y los coraceros franceses consiguieron diezmar a los jinetes españoles, acabar con decenas de zapadores y lanzarse sobre el Regimiento de Jaén, matar a un coronel y a su ayudante, y apoderarse de una bandera.
Durante esa misma tarde, cuando todo había terminado, San Martín solo podía recordar cráneos destrozados, espuelas clavadas, bramidos de caballos, disparos y alaridos, y luego el ruido salvador de las piezas de a doce de la batería de la izquierda española que disparaban a mansalva sobre los jinetes franceses y los ponían en fuga.
Dupont realizó distintos asaltos y contraataques ya a la luz plena del día 19 y fue gastando fuerzas y moral mientras subía la temperatura y agobiaba la fatiga. El capitán San Martín, como todos, tenía la boca seca por el calor y el miedo. No temía por la vida sino por el fracaso y la deshonra. Y había momentos en los que creía que estaban ganando y otros en los que pensaba que ya perdían.
A las 12 en punto, Dupont armó la línea con todos sus efectivos dispersos, en el centro colocó cuatrocientos marinos de guardia, detrás de ellos dos batallones y a ambos lados cien jinetes de la caballería pesada. Luego recorrió a caballo sus apaleadas filas evocando, en alta voz, las antiguas conquistas del ejército de Napoleón, les mostró la bandera española que habían capturado y les pidió un último esfuerzo. Se colocó a la vista de todos, al frente de la formación, junto a sus generales, y al ordenar la avanzada gritó: ¡Vive l’Empereur!
Los gabachos respondieron a garganta encendida y marcharon bajo un calor de más de 40 grados y también bajo un concierto de metralla. Sus columnas comenzaron de pronto a desarticularse y a desfallecer, y hubo un punto en el que solo los marinos mostraban consistencia. Fue más o menos entonces cuando Dupont recibió un balazo en la cadera y tambaleó sobre su montura. Uno de sus generales acusó otro disparo y cayó herido de muerte, y los infantes comenzaron la retirada hacia el olivar de la Cruz Blanca, donde arrojaron las armas y buscaron la sombra.
Pasado el mediodía, con el ejército desorganizado y abatido, Dupont envió a su ayudante a pedir el alto el fuego y el paso libre a través de Bailén. Se le concedió lo primero y se le informó que lo segundo era cosa de Castaños. Su antagonista llegó poco después, cuando la faena estaba cumplida, y al desplegar sus tropas hizo jaque mate y así finalizó de hecho la partida de Bailén. Quedó una división importante que siguió guerreando, pero alguien advirtió a Dupont de que si no los disuadía pasarían a cuchillo a toda su tropa. Dupont envió a un oficial con una bandera blanca y los disuadió.
Cundían el júbilo, el cansancio y la expectación entre los españoles. Había que negociar pacientemente la capitulación, y mientras no se firmara como Dios manda, sólo se viviría en esa tensa calma de purgatorio. Casi 2.500 hombres de uno y otro lado habían muerto, y se habían registrado más de mil heridos.
El capitán San Martín observó de cerca a Dupont, aunque no pudo cruzar ninguna palabra con él. No olvidaba las masacres y ofensas de Córdoba, pero no podía dejar de sentir algo de pena por aquel general de uniforme blanco y dorado, ahora desgarrado y polvoriento. Napoleón Bonaparte lo recibiría en París con juicio y prisión, y con una frase pública: “Desde que el mundo existe, no ha habido nada tan estúpido, tan inepto y tan cobarde como el general Dupont”.

7-Las tristes hogueras de la derrota
Os entrego esta espada vencedora en cien combates, dijo Pierre Dupont para la Historia y le extendió ceremoniosamente al general Castaños su sable francés. Los dos ajedrecistas de Bailén se miraban a los ojos. Y el capitán ayudante del marqués de Coupigny, en primeras filas, contemplaba atentamente esos protocolos de la rendición. Habían pasado casi tres días desde el fin de los disparos, y las dilaciones habían crispado los nervios de todos los contendientes.
Para forzar las negociaciones, los hombres de Castaños habían tenido que mover dos divisiones pesadas, colocarlas en posición disuasoria y amenazar a Dupont con una masacre para lograr que finalmente el general francés accediera sin muchas condiciones a la capitulación.
El acuerdo se firmó en una casa de postas, a mitad de camino entre Andujar y Bailén, y el acta indicaba que los veinte mil militares franceses quedaban en condición de prisioneros de guerra. También que entregarían con honores sus artillerías y estandartes, que serían trasladados bajo custodia fuera de Andalucía y que luego los embarcarían rumbo al puerto de Rochefort.
El capitán San Martín había recorrido el campamento francés, y la imagen de las secuelas le volverían una y otra vez en sueños. Había una interminable caravana de carros con heridos, y cirujanos improvisados que no daban abasto para amputar piernas, cauterizar heridas, aplicar torniquetes y vendar cabezas. Los jefes habían ordenado abrir fosas comunes en la tierra y allí sepultaban racimos de cadáveres ignotos. La tropa estaba triste, exánime y hambreada, y solo esperaba la confirmación de una rendición más o menos decorosa. Los soldados españoles los vigilaban a punta de bayoneta, y los civiles de la zona los amenazaban con burlas y con amagos de tormentos indecibles.
Después de la firma del convenio final, rehechos para la ocasión, los vencedores de Austerlitz y Jena, los hombres que habían asolado Europa e impuesto su ley, los vencidos de Bailén, desfilaron frente al ejército español y a tambor batiente, con todos los honores y fanfarrias. San Martín, a caballo, los vio llegar junto a la Venta del Rumblar y los vio deponer sus armas, y entregar sus banderas y abandonar aquellas águilas de bronce a modo de moharra que llevaban en sus divisas.
Era la primera vez que el ejército de Napoleón sufría una derrota a campo abierto. José Bonaparte, su hermano mayor, rey intruso de España, desertó de la Corte madrileña. Y pocos días más tarde Madrid, limpia de enemigos, fue ganada por las tropas españolas. Un mes después de la rendición de Dupont, el general Castaños entró por la puerta de Atocha y fue recibido por una multitud de hombres y mujeres que lo ovacionaban. Más adelante Napoleón aplicaría venganza y recuperaría terreno, pero en Bailén había quedado herido de muerte el halo de imperio invencible con el que los franceses habían construido su propia leyenda.
Apenas firmada la capitulación, Coupigny visitó a su ayudante en la tienda de campaña y le confió que lo recomendaría para un ascenso. Brindaron con licor de petaca por el teniente coronel San Martín y por Fernando VII. Que era como brindar por un héroe iluminista de sentimientos contradictorios y, a la vez, por la oscura y enmohecida España de antes. El capitán luchaba internamente con esa paradoja en la plenitud de su carrera. Había comandado la columna del marqués, había participado y opinado sobre las estrategias, había entrado en combate y había formado parte de muchas acciones heroicas. Tenía muy merecidas la medalla y el cargo, y podía disfrutar de la gloria. Pero algo muy hondo le hacía preguntarse qué clase de patria estaba ayudando a edificar. Y más inconfesable aún, ¿era esta verdaderamente su patria?
Fue en ese estado de ánimo que se entregó a los festejos de la oficialidad y luego al descanso de aquellos días tan particulares. Había agasajos por doquier para los vencedores, pero San Martín no podía dejar de mirar el destino de los vencidos. El 10 de agosto los españoles se percataron de que no tenían suficientes barcos para trasladar a tantos prisioneros. Inquieto por la noticia, Dupont pidió que se respetara ese punto del acta, y el nuevo capitán general de Andalucía le respondió por escrito que Castaños había otorgado, de buena fe, una gracia imposible de cumplir. “¿De dónde sacar, dado el estado que la ruinosa alianza con la Francia ha puesto a nuestra marina y comercio, buques para transportar 18 mil hombres? Aun cuando los hubiese, ¿no ha deseado vuestro soberano medios de equiparlos y proveerlos? ¿Los ingleses dejarán pasar impunemente tan numerosas tropas para que vayan a hacerles la guerra? ¿Con qué derechos exigiremos este consentimiento?”. Dupont protestó por esos argumentos y encontró otra misiva envenenada del capitán general a vuelta de correo: “Permítame a usted expresarle que no podía esperar ser bien acogido en los pueblos, después de haber mandado o permitido los saqueos y crueldades que su ejército ha ejercido en varias ciudades y, singularmente, en Córdoba. Sólo se podía esperar de nosotros sentimientos de humanidad. Los que usted llama de generosidad serían de imbecilidad y estupidez…La conducta de Francia nos autoriza con todo derecho a hacer a sus tropas todo el mal posible”.
El honor militar, para escándalo de un profesional como San Martín, se había ido al demonio. Los generales y jefes del Estado Mayor francés fueron llevados al puerto de Santa María y embarcados de mala manera, luego de que se permitiera a la chusma maltratar a los hombres y saquear sus equipajes. Al llegar a París, a Dupont le quitaron sus grados y condecoraciones, fue borrado del anuario de la Legión de Honor, le retiraron el uniforme y su título nobiliario, le confiscaron todas sus pensiones y lo metieron en las mazmorras.
Entre su tropa hubo miles de muertos. Perecieron en linchamientos, por enfermedades y miserias, y nueve mil de ellos fueron “liberados” en una isla desierta frente a la costa sur de Mallorca, que funcionó como cárcel y campo de concentración, y donde ocurrieron todo tipo de barbaries, asesinatos y desventuras. Cinco años después sobrevivirían apenas tres mil franceses. Los huesos del resto quedaron enterrados en la isla Cabrera.
Pero mucho antes, en aquellas jornadas ociosas que siguieron a la capitulación, San Martín se paseaba por los alrededores de Bailén y recelaba de los civiles que, contando con la vista gorda de algunos militares, tomaban por asalto a los prisioneros de alforjas generosas y los ahorcaban. Ese terrorismo popular le recordaba las oprobiosas cobardías colectivas que habían acabado con Solano en Cádiz.
Una noche, cuando regresaba lentamente a caballo de una cena de camaradería, oyó gritos y corridas cerca de unos caseríos lindantes a la zona de prisioneros. El capitán dejó su montura, corrió por una senda y casi se topó en la oscuridad con dos vecinos desparramados y asustadísimos. Se quejaban, con gran elocuencia, de que un cabo francés los había atacado y advertían, con infinita esperanza, que un húsar español lo estaba persiguiendo. San Martín siguió de largo maldiciendo a los inexistentes centinelas y descubrió después de un trecho que el húsar español se divertía tirándole estocadas a un francés lleno de pánico que intentaba defenderse con una manta arrollada en el antebrazo. El capitán se detuvo a tomar aire y le ordenó al húsar que lo dejara en paz. Lo hizo con voz cavernosa, y el húsar se dio media vuelta en la penumbra y mostró un cáliz de oro. Es uno de los profanadores de Jaén, mi capitán.
San Martín tomó a mal aquella explicación. En un segundo supo que en realidad eran los vecinos los que habían iniciado el pleito, que el cabo había intentado huir y que el húsar no había podido con su genio sangriento. También que esa respuesta del húsar, sin envainar y sin volverse, era una impertinencia.
El capitán extrajo entonces su sable y exclamó: ¡Salga a la luz! El húsar se mantuvo unos segundos en su posición, como si estuviera más allá del bien y del mal, y como si evaluara jugarse la carrera contra aquel intruso de alto grado. La sangre es un vicio que emborracha a quien se acostumbra a derramarla. Aquel húsar andaba ebrio de gloria, había perdido momentáneamente la razón y estaba por convertirse en un bravucón y en un duelista. San Martín repitió, afirmándose, ¡Salga a la luz de inmediato! El húsar giró lento con la espada en una mano y el cáliz robado en la otra, y entonces el capitán vio que se trataba de Juan de Dios. Y que su salvador de Arjonilla lo miraba con espanto.
Víctima del estupor, por un momento ninguno de los dos se movió. Luego de repente Juan de Dios hizo sonar los tacones de sus botas, presentó el sable y se puso en posición de firmes. Ordene usted, mi capitán, dijo con la vista al frente. San Martín se quedó en silencio todo un minuto, miró al cabo en el piso y al húsar de pie, y con una sola frase le ordenó que lo devolviera a su confinamiento. Juan de Dios ayudó al cabo a incorporarse y lo escoltó unos metros tragando bilis.
-Juan de Dios –lo llamó el capitán, y el húsar se volvió con respeto-. Lo hago responsable por su vida.
Notó el húsar de Olivenza, por el tono, que su jefe le perdonaba una falta gravísima. Y que probablemente la próxima vez mandaría fusilarlo. Respiró hondo, asintió y siguió su camino.
Entonces San Martín, con las facciones duras y afligidas, con los ojos relucientes y feroces, y con los dientes apretadísimos, envainó cuidadosamente la hoja ilesa de su sable y se perdió, cabizbajo, en la penumbra.

8-La fría cuchillada del tiempo
Fue sumamente extraño. Treinta años después de aquellas crueldades, fatigado y algo perdido, el viejo general se encontró de pronto en el pequeño patio de las hortensias de su casa de Boulogne-Sur-Mer con aquella antigua medalla. Era un día de sol tibio e intermitente entre varios días grises, y se estaba terminando. El general dudaba entre un paseo por la ciudad amurallada y un breve descanso en ese rectángulo de flores donde solía quedarse un rato pensando en las guerras americanas. Tomó provisoriamente la segunda opción y se sentó en un banco. Las cataratas conducían sus ojos sin brillo hacia una ceguera, pero así y todo vio esa tarde el refulgir de la medalla caída. Un milagro de nitidez y pureza en una vida empañada y borrosa.
El general tuvo que agacharse para levantarla y comprobar, con asombro, que efectivamente era una de sus condecoraciones. Desde hacía mucho tiempo sus dos nietas jugaban con ellas. La primera vez que se las había dado, Merceditas lloraba en un día de lluvia. Su madre, escandalizada, le había proferido una dulce recriminación. Pero el general le respondió encogiéndose de hombros: ¿Para qué sirve la gloria si no alcanza para detener las lágrimas de una chiquilla? Tal vez no era conciente de que estaba dictando una frase para la historia de la falsa modestia.
Como sea, él jamás tocaba sus condecoraciones y sus nietas se habían acostumbrado de sacarlas del cajón, lustrarlas, portarlas y darles usos imaginarios. Se les tenía prohibido bajar con ellas al patio, pero a veces los niños no se atienen a esas disciplinas. San Martín examinó bien de cerca aquella pequeña pieza refulgente y extraviada. Era la medalla de Bailén. Reconoció su anverso ovalado, los dos sables ligeramente curvos y cruzados, y en su punto de unión la cinta de la que colgaba invertida un águila imperial napoleónica bajo una corona de laurel. En ese momento recordó la voz lejana del general Castaños. Casi podía verlo, luego de la capitulación, entrando en el cuarto de los ayudantes y diciendo, socarronamente, Al fin se rinden todos, águilas, aguiluchos y aguiluchillos. Hacía mucho que no veía al vencedor de Bailén, debía de andar por los noventa años, y alguien de Madrid andaba murmurando que luego de haber ocupado los más altos cargos en el reino de Fernando VII, Castaños estaba pasando una vejez llena de penurias. Nuestro destino es el olvido, se decía San Martín moviendo la cabeza.
El marqués de Coupigny, héroe de la guerra de la independencia, se había tenido que defender, en proceso judicial, por haber nacido en Francia y por haber practicado la masonería. Tras el escarnio, sus perseguidores habían accedido a regañadientes a purificar su legajo y absolverlo. Pocos meses después, hacía ya más de veinte años, el marqués había muerto de mala sangre en su cama.
El general Dupont, en cambio, había vuelto a la vida en París con el regreso al trono de los Borbones. Luego de seis años de cárcel, Luis XVIII le devolvió prebendas y honores, y lo nombró ministro de Guerra. Pero las intrigas políticas y los envenenamientos de la gestión pública lo borraron rápidamente del poder, y murió en el ostracismo.
Juan de Dios, el brioso húsar de Olivenza, se había perdido para siempre en la bruma del tiempo. Una sola vez San Martín había soñado con el salvador de Arjonilla. Y en aquel delirio de fiebres, que lo había postrado en grave estado durante siete días en el Perú, estaban los dos comiendo puchero y bizcochos secos en la trinchera, y de pronto una palabra llevaba a la otra, y cruzaba espadas con el húsar. Y la punta del sable del húsar lo atravesaba. Era uno de los profanadores de Jaén, mi capitán, le repetía.
San Martín apretaba la medalla de Bailén evocando a todos aquellos fantasmas. Y seguía moviendo la cabeza en medio del patio de las hortensias. A mí mismo no me ha ido mejor que a ellos, se dijo sin mover los labios. Luego se incorporó con cierta dificultad y salió a la calle arrastrando los pies. El sol se estaba yendo de la Grand Rue y ya no era aconsejable dar una vuelta. Sobre todo para un anciano frágil y próximo a la ceguera. Pero los recuerdos le habían hecho mella y necesitaba un poco de aire.
Inició entonces el camino que hacía por las mañanas con sus nietas. Repechaba las calles inclinadas y pasaba por delante del Palacio Imperial. Y se quedaba un rato viendo ese edificio imponente donde Napoleón había dormido algunas noches. Desde ese cuartel general, el emperador había reunido a la gran armada francesa con el frustrado propósito de invadir Inglaterra, y luego a 180.000 hombres para la campaña en Austria. Le petit caporal, repitió San Martín, encorvado y admirativo. Admiraba hasta la ingenuidad a aquel magnífico enemigo que había muerto en el exilio y que, hacía ya casi diez años, había sido repatriado para un funeral tardío en París durante el que había sonado el réquiem de Mozart.
¿Y qué pasaría con sus propios restos? ¿Serían repatriados también? ¿Alguien recordaría alguna vez que el teniente coronel de Yapeyú había viajado a América para levantarla en armas contra la España siniestra de Fernando VII, que había construido un ejército, que había ganado batallas imposibles, que había cruzado los Andes y que había liberado a los pueblos del sur?
Tenía setenta años y seguía siendo, en el Río de la Plata, un turbio personaje del pasado luego de haber sido su prócer mayor. Se había tenido que volver a Europa en medio de ataques políticos y calumnias, y en 1826, cuando su nombre ya era mala palabra, hasta habían ordenado la disolución de su mítico regimiento de Granaderos a Caballo. Un escritor que lo había visitado en Grand Bourg le contó aquella escena, ochenta jinetes entrando en silencio a la ciudad y entregando, como si fueran los vencidos, uno a uno sus sables. Venían de guerrear por toda la región y declaraban solemnemente: “No queda un solo español armado en América”. Pero en Buenos Aires eran tratados con sospecha y con distancia, como si trajeran la lepra.
El viejo general subió por la rue de Couisiniers y estuvo, por costumbre, a punto de entrar en la farmacia de Notre Dame para saludar al boticario. Allí compraba siempre sus medicamentos. San Martín tenía todo tipo de dolencias. Tomaba opio en dosis homeopáticas para combatir sus dolores de estómago. Luego de Bailén había vomitado sangre muchas veces, y le habían diagnosticado úlceras y espasmos. Aquella cuchillada en el tórax que le habían dado los bandoleros camino a Salamanca le había producido problemas pulmonares crónicos, o al menos así lo creía. También sufría tremendos dolores óseos. De hecho había tenido un ataque agudo de gota durante la batalla de Chacabuco, y ese endiablado achaque lo seguía mortificando en el otoño de su vida.
Era un hombre de férrea voluntad, pero había llevado desde los trece años una existencia áspera y rigurosa, llena de privaciones, sufrimientos, sinsabores, ansiedades y malas noticias. Había luchado a muerte mil veces, había recibido heridas y contusiones de toda especie, había contraído la fiebre tifoidea y el cólera, y con todo había logrado sobrevivir a muchos de sus amigos y adversarios.
Allí estaba, doblando hacia el Gran Castillo y mirándose un instante en el foso de agua, que le devolvía la imagen de un hombre canoso de mirada quebradiza. Ningún general enemigo es tan soberbio e impiadoso como la vejez y el deterioro. Empezó a sentir frío y apuró el paso por los bordes de la muralla. Un viento helado que venía del mar le quemaba el rostro serio. Subió los escalones hasta el segundo piso y le anunció a su familia que no tenía ganas de cenar y que se recostaría un rato. Cerró la puerta a sus espaldas y se fue quitando lentamente la ropa. Luego colocó la medalla junto al pequeño retrato de Solano, que siempre tenía cerca, y se acostó mirando hacia el techo. Se acostó a soñar despierto con Bailén. El lodo y la sangre. Las risotadas y las chanzas. Las descargas cerradas. Los soldados que empuñaban carabinas y calaban bayonetas. Los chasquidos. Las balas que pasaban silbando. Los fusileros intoxicados de pólvora que mordían el cartucho, empujaban el proyectil con la baqueta, se ponían los mosquetes contra la cara y disparaban. Los bordados y los cordones. Las fogatas y las antorchas. La miseria. El dolor. Los muertos.
Como en una epifanía imaginó un lienzo de Velázquez. El cielo cargado y también azul, en el fondo las serranías y los olivares, y en el centro los generales –uno victorioso e indulgente; el otro orgulloso pero vencido- con sus ayudantes y con sus tropas. José de San Martín se buscó en las segundas líneas de la rendición de Bailén, y se encontró al fondo del cuadro de la historia, apenas una silueta sombría detrás de las banderas.
Cerró lentamente los ojos como si quisiera morirse, y recién entonces se durmió.
Fin

domingo, 23 de septiembre de 2007

Estos son los candidatos a gobernador y vice por la provincia de Buenos Aires

L.PATTI-A.TOMAZ (PAUFE)

D.SCIOLI-A.BALESTRINI (FPV)

F.DE NARVAEZ-J.MACRI (UNION/PRO)

S.NAHABETIAN-H.TUMINI (RECREAR)

J.C.BLUMBERG-P.CASTELLI (MPV)

J.SARGHINI-C.BROWN (UNA/PJ)

R.ALFONSIN-L.BRANDONI (UNA/UCR)

A.GUADAGNI-T.GONZALES FERNANDEZ (FREJULI)

M.STOLBIZER-W.MARTELLO (C.CIVICA)

L.BRUNATI-J.E.RICCI (PS)

C.TINNIRELLO-G.GIMENEZ (MTS)

G.SULLING-J.LUALDI (FRAL)

D.RODRIGUEZ-J.C.GIORDANO (FITS)

D.RAPANELLI-N.BIAGGIO (PO)

lunes, 10 de septiembre de 2007

C.V. de los candidatos presidenciales...

Hacé click en el link y conocé los puntos fuertes y debiles de los candidatos presidenciales y que partidos lo apoyan.

jueves, 16 de agosto de 2007


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sábado, 16 de junio de 2007

Te acordás...?







El Apartheid


El apartheid es el resultado de lo que fue en el siglo XX un fenómeno de segregación en Sudáfrica implantado por colonizadores Holandeses boeren en la región, como símbolo de una sucesión de discriminación política, económica, social, y racial. Fue llamado así pues significa "segregación". Este consistía básicamente en la división de las diferentes razas para promover el desarrollo. Todo este movimiento era dirigido por la raza blanca, quien instauró todo tipo de leyes que cubrían en general aspectos sociales. Se hacía una clasificación racial de acuerdo a su apariencia, a la aceptación social o a su descendencia. Este nuevo sistema produjo revoluciones y resistencias por parte de los africanos. Surgieron movimientos como los de Nelson Mandela, líder pacifista a quien su oposición al apartheid le costó 28 años en prisión, quien condujo al apartheid hacia su fin; después de que esta segregación propicie y defienda crímenes, discriminaciones y explotación a muchos africanos. Este fenómeno es crucial en la historia de Sudáfrica.
El sistema El apartheid venía siendo practicado en Sudáfrica por muchos años, pero no fue sino hasta 1948 que tomó forma jurídica al ser respaldado por leyes promulgadas a tal efecto. En las elecciones de 1948, el radical Partido Nacionalista ganó las elecciones en una coalición con el Partido Afrikáans, dirigido por el pastor protestante Daniel François Malan.
Poco después de ganar se segregó a cada individuo de acuerdo a su raza. Una ley promulgada en 1950 reservaba ciertos distritos en las ciudades donde sólo podían ser propietarios los blancos, forzando a los no blancos a migrar a otros lugares. Las leyes establecieron zonas segregadas tales como playas, autobús, hospitales, escuelas y hasta bancos en los parques públicos. Los negros y demás gente de color debían, por otra parte, portar documentos de identidad en todo momento y les era prohibido quedarse en algunas ciudades o incluso entrar en ellas sin debido permiso.
Regulación Artículo principal: Legislación del apartheidJohannes Gerhardus Strijdom, que sucedió a Malan como primer ministro, eliminó los pocos derechos de voto que tenían los negros y mestizos (mulatos). Dado que se habían presentado problemas legales con la Corte Suprema para la implantación del apartheid, el gobierno incrementó el número de jueces en la corte con tendencias nacionalistas y las leyes finalmente se promulgaron. Las normas establecidas en estas leyes eran:
Cartel que pone: "Para el uso de personas blancas"Los negros no podían ocupar posiciones en el gobierno y no podían votar excepto en algunas aisladas elecciones para instituciones segregadas.
Los negros no podían establecer negocios o ejercer prácticas profesionales en las áreas asignadas específicamente para los blancos.
El transporte público era totalmente segregado.
A los negros no les estaba permitido entrar en zonas asignadas para población blanca, a menos que tuvieran un pase. Los blancos también tenían que portar un pase para entrar en las zonas asignadas a los negros.
Las áreas asignadas a los negros raramente tenían electricidad o agua. Los hospitales también eran segregados: los hospitales para los blancos tenían la calidad de cualquier nación desarrollada, mientras que los asignados a los negros estaban pobremente equipados, faltos de personal y eran muy pocos en relación a la población que servían.
En 1970 la educación de un niño negro costaba el 10% de la correspondiente a un blanco. La educación superior era prohibitiva para los negros.
Los trenes y autobuses estaban segregados, separando las paradas de los autobuses para negros y blancos. La segregación se extendía a las playas y piscinas, así como a las bibliotecas -si bien existían muy pocas de éstas para los negros-.
Las relaciones sexuales y el matrimonio interracial estaban totalmente prohibidos.
El ingreso mínimo para el pago de impuestos era de 360 rand para los negros y mucho más alto para los blancos, unos 750 rand.
Los estados negros Según los defensores del apartheid, la discriminación contra los negros estaba basada legalmente en que éstos no eran ciudadanos de Sudáfrica, sino ciudadanos de otros estados independientes (llamados bantustanes), creados con el fin de alojar a gente de raza negra. En efecto, se crearon diez estados autónomos para alojar a los negros que constituían el 80% de la población. A esta población se le eliminó la ciudadanía sudafricana y se les consideraba como transeúntes o población temporal provista de pasaportes en lugar de pases. Durante las décadas de 1960 hasta 1980, el gobierno forzó a la población negra a reubicarse en dichos estados que habían sido designados para ellos. Un total de 3 millones y medio de habitantes se vieron obligados a desplazarse hacia estas zonas.
El caso más publicitado fue el de Johannesburgo, donde 60.000 habitantes negros fueron reubicados en una zona llamada Soweto. Otro caso fue el de Sophiatown, un lugar multirracial donde a los negros les permitían poseer tierras. Sin embargo, la expansión de la población y de la zona industrial en Johannesburgo convertía esta zona en un lugar estratégico para dicha expansión. En Febrero de 1955, los cincuenta mil habitantes negros en la zona fueron evacuados a la fuerza, localizándolos en una zona denominada Meadowlands, actualmente anexa a Soweto. Sophiatown fue totalmente destruida por bulldozers y se construyó una nueva urbanización llamada Triomf para la población blanca.
Blancos, Negros, Indios y Mestizos La población estaba clasificada en cuatro grupos. Los de color (en afrikáans "coloured") lo componían gente mestiza proveniente de la mezcla de los Bantús y Khosian con personas de ascendencia europea. La determinación de quién era catalogado como mestizo a veces era un tanto difícil, llegando al extremo de examinar las encías de las personas para distinguirlos entre negros y mestizos.
Los mestizos también fueron objeto de discriminación y obligados a reubicarse en zonas asignadas a ellos, a veces abandonando casas y tierras que les pertenecían por muchas generaciones. Si bien los de color recibían mejor trato que los negros, jugaron un papel preponderante en la lucha contra el apartheid. Su derecho al voto les era negado en la misma forma que a los negros. En 1983 una reforma a la Constitución permitió a los de color e indios (estos últimos originarios de la India y Pakistán) participar en unas elecciones separadas para formar un parlamento de color subordinado al parlamento de los blancos. La teoría del apartheid era que los de color eran ciudadanos de Sudáfrica con limitados derechos, mientras que los negros eran ciudadanos de cualquiera de los diez estados autónomos creados para ellos.
Resistencia La intensificación de la discriminación movió a la organización Congreso Nacional Africano (CNA) formado por gente de raza negra a desarrollar un plan de resistencia lo cual incluía desobediencia pública y marchas de protesta. En 1955 en un congreso llevado a cabo en Kliptown, cerca de Johanesburgo, un número de organizaciones incluyendo el CNA y el Congreso Indio formaron una coalición adoptando una Proclama de Libertad, la cual contemplaba la creación de un estado donde se eliminara la discriminación racial.
En 1959 un grupo del CNA decidió salirse de las filas del partido para formar otro más radical al que denominaron Partido del Congreso Africano (PCA). El principal objetivo del nuevo partido era organizar una protesta a nivel nacional en repudio a las leyes discriminatorias. El 21 de marzo de 1960 un grupo se congregó en Sharpeville, un pueblo cerca de Vereening para protestar por la exigencia que los negros portaran pases. Si bien no se sabe con exactitud el número de manifestantes, lo cierto es que la policía abrió fuego contra la multitud matando a 69 personas e hiriendo a 186. Todas las víctimas eran negros y la mayoría habían sido disparados por la espalda. Seguidamente el CNA y el PCA fueron prohibidos como partidos políticos.
Nelson Mandela, rostro de la resistencia antirracista.Este evento tuvo un gran significado pues de la protesta pacífica se tornó en protesta con violencia, si bien, militarmente los proscritos partidos políticos no eran una gran amenaza para el gobierno por falta de armamento.
La protestas siguieron al punto que en 1963 el primer ministro Hendrik Frensch Verwoerd declaró un estado de emergencia, permitiendo la detención de personas sin orden judicial. Más de 18.000 manifestantes fueron arrestados, incluyendo la mayoría de los dirigentes del CNA y PCA. Las protestas tomaron en adelante la forma de sabotaje a través de la sección armada de dichos partidos. En Julio de 1963 varios dirigentes políticos fueron arrestados, entre ellos Nelson Mandela. En el juicio de Rivonia en Junio de 1964, Mandela y otros siete políticos fueron condenados por traición y sentenciados a cadena perpetua.
La declaración de Mandela en dicho juicio se hizo memorable: "He luchado contra la dominación de los blancos y contra la dominación de los negros. He deseado una democracia ideal y una sociedad libre en que todas las personas vivan en armonía y con iguales oportunidades. Es un ideal con el cual quiero vivir y lograr. Pero si fuese necesario, también sería un ideal por el cual estoy dispuesto a morir".
El juicio fue condenado en las Naciones Unidas y fue un elemento muy importante para implantar sanciones contra el régimen de Sudáfrica. Con los partidos de los negros proscritos y sus dirigentes en prisión, Sudáfrica entró en la etapa más crítica de su historia. La aplicación del apartheid se intensificó. El primer ministro Verwoerd fue asesinado, pero sus sucesores B.J. Vorster y P.W.Botha mantuvieron sus políticas.
El Movimiento de Conciencia Negro y los disturbios de Soweto Durante la década de 1970 la resistencia al apartheid se intensificó. Al principio fue a través de huelgas y más adelante a través de los estudiantes dirigidos por Steve Biko. Biko, un estudiante de medicina, fue la fuerza principal detrás del Movimiento de Conciencia Negro que abogaba por la liberación de los negros, el orgullo de la raza y la oposición no violenta.
En 1974 el gobierno emitió una ley que obligaba el uso del idioma afrikáans en todas las escuelas, incluyendo las de los negros. Esta medida fue muy impopular pues se consideraba como el idioma de la opresión. El 30 de abril de 1976 las escuelas de Soweto se declararon en rebeldía. El 16 de Junio de 1976 los estudiantes organizaron una marcha que terminó en violencia, donde 566 niños murieron a consecuencia de los disparos de la policía, los cuales habían respondido con balas las piedras que lanzaban los manifestantes. Este incidente inició una ola de violencia que se extendió por toda Sudáfrica.
En Septiembre de 1977, Steve Biko fue arrestado. Las torturas a las que fue sometido fueron tan brutales que falleció tres días después de su arresto. Un juez dictaminó que no había culpables, si bien la Sociedad Médica de Sudáfrica afirmó que murió a causa de la paliza recibida y la falta de atención médica. Después de estos incidentes Sudáfrica cambió radicalmente. Una nueva generación de jóvenes negros estaban dispuestos a luchar con el lema "liberación antes que educación".
Resistencia blanca Si bien la mayoría de los blancos en Sudáfrica estaban de acuerdo con el apartheid, había una importante minoría opuesta a esto. En 1980 el Partido Progresista (contrario al apartheid) liderado por Helen Suzman, obtuvo el 20% de la votación.
Aislamiento internacional En 1960 después de la masacre de Sharpeville, Verwoerd llevó a cabo un referéndum pidiendo al pueblo blanco que se pronunciara a favor o en contra de la unión con la Gran Bretaña. El 52% votaron en contra. Sudáfrica se independizó de Gran Bretaña, pero permaneció en la Commonwealth. Su permanencia en esta organización se hizo cada vez más difícil, pues los estados africanos y asiáticos intensificaron su presión para expulsar a Sudáfrica, que finalmente se retiró de la Commonwealth el 31 de mayo de 1961, fecha en que se declaró como república.
Al año siguiente dio comienzo la Guerra de la frontera de Sudáfrica, entre la policía primero y después las Fuerzas Armadas de Sudáfrica, contra SWAPO. La SWAPO actuaba desde Zambia y, a partir de 1975, desde Angola. El ejército sudafricano era con mucho el más poderoso del área y podía imponerse a cualquier país del continente; por lo que decidió invadir en reiteradas ocasiones las dos naciones que daban apoyo a SWAPO. Sin embargo, el masivo apoyo enviado por la URSS, Cuba -y en menor medida Etiopía- frenaron el avance sudafricano y comenzó una de las guerras más largas del Continente Negro, muy unida a la Guerra civil de Angola.
Al mismo tiempo financió al grupo insurgente RENAMO para tratar de derrocar al régimen comunista de Mozambique.
La Comunidad Internacional no veía con buenos ojos al régimen comunista, y menos a sus acciones. La Guerra Fría y el anticomunismo demostrado por Pretoria la convertían en un buen aliado para detener la Teoría del Dominó. Los gobiernos occidentales, especialmente Estados Unidos, lo apoyaron en su guerra contra el comunismo en sur de África. De esta forma las protestas no fueron significativas cuando el régimen comenzó su programa nuclear en 1977 -muy opuestas a cuando Libia o Iraq lo intentaron-, ni tampoco cuando detonó su primera bomba atómica en 1979.
La política de apartheid promovió el aislamiento de Sudáfrica en el plano internacional que fue incrementándose con el tiempo, el cual afectó severamente la economía y la estabilidad del país. La Guerra en Namibia no parecía terminar ni ganarse. Sudáfrica invirtió grandes recursos en ella y llegó a librar la mayor batalla de la Historia del África Subsahariana. Muchas naciones prohibieron a sus compañías hacer negocios con el país y hasta a los equipos deportivos del país les era prohibido participar en campeonatos internacionales.
En 1993, Sudáfrica era el único país del África negra gobernado por una minoría blanca. Pero desde muchos sectores las reformas se veían necesarias, aunque acarrearan la pérdida de privilegios. Así la aerolínea de bandera sudafricana produjo la campaña mostrando aeropuertos y terminales vacíos con el eslogan:
Sin reformas Sudáfrica no irá a ninguna parte

La tragedia de Pompeya y Herculano



En el año 79 los pequeños terremotos que de cuando en cuando sacudían la zona aumentaron considerablemente, tanto en tamaño como en intensidad. Uno de ellos llegó a bloquear el flujo de agua del Aqua Augusta, el acueducto que abastecía a Pompeya y las ciudades vecinas, unas 48 horas antes de que se produjese la erupción que se avecinaba. A la una de la tarde del día 24 de agosto se produjo una explosión cien veces más potente que la de la bomba atómica lanzada en 1945 sobre Hiroshima. La parte más alta del Vesubio voló por los aires, comenzando la emisión de gases, polvo y cenizas a la atmósfera que configuraron lo que hoy se llamaría una nube piroclástica. Se calcula que la nube alcanzó entonces más de treinta kilómetros de altura.

La mejor crónica de la tragedia procede de los escritos de Plinio el Joven (quien se basó en muchas de las observaciones dejadas por su tío, Plinio el Viejo, y en su propia experiencia personal), que fueron relatados al también historiador Tácito en una carta. Plinio describe una enorme columna de humo gris y oscuro, «con la forma de un pino», brotando del Vesubio y perfectamente visible desde donde él se encontraba, en la villa familiar de Miseno (Miseno dista 30 kilómetros de Pompeya y se encuentra separada de ésta por la bahía de Nápoles). Plinio el Viejo, que comandaba la flota de Miseno, recibió poco después una carta de auxilio de la mujer de un amigo suyo, atrapada en su casa de Stabia (hoy Castellamare di Stabia), no lejos de Pompeya. Deseando presenciar desde más cerca el fenómeno (tal vez con la intención de incluirlo en los nuevos tomos de la Historia Natural que estaba escribiendo) dirigió en persona una escuadra que cruzó entonces la bahía.

La mayoría de los habitantes de la región, en cambio, se encontraban hasta cierto punto tranquilos, ya que ignoraban todo lo relativo a los volcanes. El Vesubio llevaba más de 1.500 años sin entrar en erupción, mucho antes de la propia fundación de Roma y Pompeya, por lo que sus habitantes lo tenían por una simple montaña inofensiva. El desconocimiento se agravaba si se tiene en cuenta que en la época romana ni siquiera se tenía un verdadero conocimiento de lo que era un volcán: esta palabra, de hecho, no tiene equivalente en latín, sino que la voz actual en castellano procede del nombre de Vulcano, el dios del fuego y los metales cuya fragua se situaba en el Etna. A este volcán siciliano, único que hasta entonces había sido visto en erupción por los romanos, se le consideraba excepcional por esta característica. Así pues, no es de extrañar que en un primer momento sólo una parte de los habitantes de la ciudad recogiesen algunas pertenencias y se marchasen presas del nerviosismo o el pánico. Poco después, la ceniza comenzó a acumularse en la atmósfera, formando una nube negra que el viento empujó hacia el sureste. Así, Pompeya quedó oscurecida como si se hiciese de noche en pleno día, mientras que Herculano, situada mucho más cerca del volcán, siguió bañada por el sol. A la ceniza le siguió una lluvia de piedra pómez sobre la ciudad, un fenómeno inaudito para los romanos, que pronto comenzó a acumularse sobre las calles y tejados.

Las únicas crónicas fiables de lo ocurrido fueron escritas por Plinio el Joven en una carta enviada al historiador Tácito. Plinio observó desde su villa en Miseno (a 30 km del Vesubio) un extraño fenómeno: Una gran nube oscura en forma de pino emanando de la cima del monte. Al cabo de un tiempo, la nube descendió por las faldas del Vesubio y cubrió todo a su alrededor, incluyendo el mar.

La «nube» sobre la que escribió Plinio se conoce actualmente como flujo piroclástico, una nube de gas, ceniza y roca sobrecalentados que es expulsada por un volcán. Plinio constató que hubo varios temblores de tierra antes y durante la erupción. También anotó que las cenizas caían en capas muy gruesas y Miseno tuvo que ser evacuada.

Su descripción reflejaba el hecho de que el Sol fue bloqueado por la erupción y la oscuridad reinaba en pleno día. Su tío Plinio el Viejo había partido en varios barcos (Miseno se encontraba frente a Pompeya, al otro lado de la bahía) con la intención de investigar el fenómeno. Plinio el Viejo murió aparentemente por asfixia causada por el dióxido de carbono tras desembarcar.

miércoles, 13 de junio de 2007

Presión, presión, presión...

Este es un video -aparecido en YouTube- de Robert Shapiro del autodenominado "Grupo de Tareas Estadounidenses para la Argentina" que creo vale la pena ver.
Este economista habla sobre la situación argentina y hace una serie de recomendaciones y advertencias para el Gobierno.
Probablemente, la visión de Shapiro desatará la ira de algunos lectores y la aceptación de otros convencidos de que la situación de default de parte de la deuda pública es insostenible porque genera más costos que beneficios.
Sea como fuere, el mensaje resulta interesante para tener en cuenta la visión de los operadores financieros y, también, de los fondos buitres, sobre cómo debería avanzar el gobierno frente a los 20.000 millones de dólares en bonos que están en default ya que sus tenedores no entraron al canje.
Desde ya que, en algún momento, este gobierno (difícilmente) o el próximo, deberá atender a esa porción de deuda en cesación de pagos.
Una posible jugada es que el Gobierno haga una propuesta no demasiado tentadora para los bonistas, por ejemplo del 10% del monto involucrado, que podría ser rechazada pero que dejaría en claro un intento de llegar a un areglo.
El tema es interesante y la forma también. Les dejo el video.

martes, 12 de junio de 2007

Curiosidades de los próceres argentinos


Al comenzar el año 1810 la agitación revolucionaria había crecido. Una sociedad secreta integrada, entre otros, por Nicolás Rodríguez Peña, Manuel Belgrano, Juan José Paso, Hipólito Vieytes, Agustín Donado, Alberti, Terrada, Darragueira, Chiclana, Castelli, French, Beruti, Viamonte y Guido, organizaba las acciones.
Las reuniones se realizaban en la casa de Vieytes, en la de Rodríguez Peña o en la quinta de Orma. Cornelio Saavedra ofreció su contingente armado, los Patricios.
Tres de los nueve miembros de la Primera Junta no hablan nacido dentro de los limites actuales de la Argentina. Cornelio Judas Tadeo Saavedra nació en Hacienda de la Fombera, hoy Bolivia. Domingo Matheu y Juan Larrea eran españoles, de Cataluña.

El vocal Manuel Belgrano (39 años) era abogado y había ingresado en 1807 en el Regimiento de Patricios con el rango de sargento mayor. Domingo French (36 años) se había desempeñado como cartero antes de iniciar la carrera militar. La Primera Junta le otorgó el grado de coronel.

Manuel Belgrano (1770-1820) y Juan José Castelli (1764-1812), que eran primos, a veces amaban a las mismas mujeres.

Juan José Castelli tenia 43 años en 1810, muere dos años mas tarde abatido, y enfermo de cáncer. Quedando en la miseria luego de ser encarcelado por su enemigo Saavedra, mas tarde seria absuelto.

Mariano Moreno (1778-1811) era un asceta silencioso y torvo, y dirigía todos sus actos y ordenes a destrozar el antiguo sistema colonial. Hablaba latín, francés e inglés. Estaba siempre enfermo, con las mejillas picadas de viruela, y recién contaba 31 años en 1810. Muere en circunstancias muy extrañas. Cornelio Saavedra estaba en contra de Moreno, y para desembarazarce de él lo envía a Europa con una misión relacionada con la compra de armamento. Se corría la voz de que lo querían asesinar. A poco de partir Moreno se siente enfermo. Para paliar sus males el capitán del barco le administra una pócima "imprudente y sin nuestro consentimiento" dice su hermano Manuel Moreno. Mariano Moreno murió luego de una terrible agonía de tres días, en el amanecer del 4 de marzo de 1811. La casualidad, tal vez, haría que el gobierno porteño firmara contrato con un tal Mr. Curtís, el 9 de febrero de 1811, es decir 15 días después de la partida del ex secretario de la Junta de Mayo y sin conocer la noticia de su muerte, adjudicándole una misión idéntica a la de Moreno.

Moreno, Castelli y Belgrano son un bloque sólido con una política propia a la que por conveniencia se pliegan Matheu, Paso y el cura Alberti; Azcuenaga y Larrea sólo cuentan las ventajas que puedan sacar y simpatizan con el presidente Saavedra que a su vez los desprecia por oportunistas.

Juan Larrea, vocal de la Junta de Mayo, era dueño de una flota naviera y el integrante de la Junta de mayor fortuna personal hasta 1810. Comprometió toda su fortuna en un préstamo para la formación de la primera escuadra argentina que fue puesta a las ordenes de Guillermo Brown. El intermediario, Pío White, un norteamericano que fue espía ingles durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807, lo perjudicó en uno de los primeros negociados que registra la historia Argentina, comprando a precios exorbitantes. El pobre Larrea luego es desterrado a Francia por su enemistad con Alvear y la Logia Lautaro. En Francia logra mejorar su situación, y hábil hombre de negocios, se recupera económicamente inaugurando la navegación postal entre el Río de la Plata y Europa. Mas tarde es nombrado cónsul en Burdeos, Francia. Durante el bloqueo francés a Buenos Aires en 1839, dada su relación con el enemigo, Rosas sabotea sus operaciones comerciales y lo lleva a la quiebra, hundiéndolo en la miseria y la depreción. El 20 de junio de 1847 termina con su vida degollandose con una navaja de afeitar.

Belgrano se caracterizaba por una piedad cristiana que lo engrandecieron en el triunfo y en la derrota: en el norte captura a un ejército entero de los realistas y lo deja partir bajo juramento de no volver a tomar las armas. Había renunciado a su sueldo de 3000 pesos en 1810. Luego del triunfo de Salta se le otorgarían 40000 pesos de recompensa, y él decidió destinarlos a 4 escuelas publicas que se fundaron en Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero. En 1818 cuando cuidaba la retaguardia de Güemes en Tucumán, impone una disciplina espartana: se acaban los bailes, las mujeres y la baraja. Por las noches recorre las calles con un ordenanza e irrumple disfrazado en los cuarteles para sorprender a los oficiales desobedientes. Lo llamaban despectivamente Bomberito de la Patria. En pocos meses funda varias escuelas, una academia de matemáticas, una imprenta y manda sembrar huertos para pelear contra el hambre que le mata los caballo y debilita a la tropa. En Buenos Aires ha tenido amores tumultuosos de los que le ha nacido un hijo clandestino que Juan Manuel de Rosas cría y ampara bajo el nombre de Domingo Belgrano y Rosas. Segun se cuenta le gustaban mucho las mujeres, desato varios escandalos con polleras honorable. Muere el 20 de junio de 1820 derrumbado por la sífilis y la hidropesía, pobre y abandonado por su patria.

Castelli y French fusilaron a Liniers en la llanura cordobesa de Cabeza de Tigre y frenaron la contraofensiva española. French, el que en las estampitas todavía reparte escarapelas, le escribe al secretario Mariano Moreno: "De mi propia mano le he dado el tiro de gracia". Castelli seguirá su utópica y sangrienta marcha asistido por el joven Bernardo Monteagudo (1785-1825), hasta que en plena contrarrevolución la gente de Saavedra consigue detenerlo y mandarlo a juicio. Mariscales españoles, curas y notables del Virreinato han sido pasados por las armas sin contemplaciones en el cumplimiento del Plan de Operaciones redactado por Moreno y aprobado por la Junta.

Carlos María de Alvear (1789-1853), que contaba 23 años cuando llego de España en el mismo barco que San Martín, era gritón y presumido, buen militar pero dejo bastante que desear como político. Llego a ofrecer las Provincias Unidas al embajador británico del Brasil como sumisas colonias de Su Majestad. "Estas provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso." Eso y mas le escribió Alvear al ministro Castlereagh, por suerte la carta que iba dirigida al ministro Castlereagh es interceptada por Belgrano y Rivadavia que se encontraban en Río de Janeiro en misión oficial. El encargado de llevar las cartas al embajador Strangford fue Manuel García, uno de los mas grandes chantas de la historia argentina, años mas tarde gestionara el famoso empréstito de un millón de libras esterlinas con la banca Baring Brothers (primer gran negociado argentino); y luego en 1827 tras la victoria argentina de Ituzaingó, firmara el acuerdo de paz que le impone el derrotado emperador del Brasil, tras el cual Uruguay pasa a ser un país autónomo e independiente.

Nuestros próceres de la independencia, pocos meses después de declararse independientes de España, el 9 de julio de 1816, se manifestaron dispuestos a pasar a depender del gobierno del Brasil, ya que este estaba por invadir la Banda Oriental (Uruguay) y amenazaba a las Provincias Unidas del Plata. Las cartas y los comisionados no llegaron a Rio de Janeiro. Es que Pueyrredon no creia necesario entregar el país al Brasil para salvarlo del artiguismo. Preferia hacerlo con Francia. Vemos que nuestros próceres eran muy regaladores con lo que no era suyo.

En agosto de 1815, Alvear, derribado del gobierno y condenado al exilio por sus excesos y el descrédito de la Logia Lautaro, le escribe al rey de España pidiendole disculpas y diciendo que el estuvo al frente del gobierno solo para detener la revolución, pidiéndole amparo. El rey de España no le dio ni la hora. Pero lo mas lastimoso es que volvió a la Argentina, debido a su condición de "venerable" en la sociedad secreta. Vuelve a tener participación en la política, dirigiendo el ejercito en la victoria de Ituzaingó contra Brasil, y mas tarde embajador embajador en los Estados Unidos bajo el gobierno de Rosas.

El almirante Guillermo Brown recluto para la incipiente flota patriota a criollos e indios, aunque no tuvieran experiencia en náutica, pero tendrían el amor por su patria y por la causa de la revolución. Como su instrucción era deficiente y les era imposible memorizar el nombre de las velas, de las maniobra y demás cosas de un barco, el comandante irlandés remplazo los términos náuticos por las cartas de la baraja.

Los grandes errores de la historia

En la historia de la humanidad se han cometido muchos y grandes errores, ya sea en la ciencia, en la política o en el campo de batalla. Algunos dieron lugar a grandes catástrofes mientras que otros resultaron en algo mejor de lo que se esperaba. El primer gran error de la humanidad, según la Biblia, es el que cometieron Adán y Eva al comerse la manzana del árbol de la sabiduría. Se puede tener una opinión a favor o en contra de ese error, ya que sin ese error podríamos estar en el jardín del edén, pero ¿quisiéramos estar en ese jardín aburrido? ¿Y la televisión? Depende desde que punto de vista se lo vea.

Echémosle un vistazo a esos grandes errores de la historia.

Uno de los más importantes fue el que cometió Cristóbal Colón en calcular mal la distancia entre Europa y Asia. El problema que tuvo Colón para que aceptaran su proyecto no fue que los sabios no creyeran que la tierra era una esfera, lo que ellos defendían era que la circunferencia de la Tierra era más grande de lo que decía el genovés. Los sabios diferían con respecto a la circunferencia de la tierra, variaban entre los 32.000 km. del Atlas Catalán (año 1375), y los 38.000 km. de fra Mauro (1459). Colón creía que la separación entre Europa y Asia era de 135 grados, la cifra correcta es 229 grados. Colón también creía que Asia estaba mucho más cerca, y de no ser porque se encontró con un continente desconocido por los europeos habría muerto a manos de sus marineros amotinados. Él siguió convencido de que había llegado a las islas de Asia. Fue Americo Vespucio quien convenció a todos de que lo descubierto por Colón era un nuevo continente. Todo se debió a un error de calculo.

El 30 de julio de 1520, ocurría la dramática y célebre Noche Triste, en la que Hernán Cortés y sus hombres sufrieron una amarga derrota en las afueras de la actual ciudad de México. En esa noche murieron 860 infantes de Castilla, 46 jinetes y sus caballos, y 4000 indios auxiliares de Tlaxcala. Asediado por los aztecas que se habían sublevado, Cortés dejó Tenochtitlán y emprendió una retirada que se transformó en masacre. Esa retirada fue un gran error militar, como quedó demostrado poco después al reconquistar los españoles la posición perdida. Lo que pocos saben es que el conquistador español siguió ese día los consejos de uno de sus soldados, el napolitano Blas Botello, a quien todos llamaban el nigromántico. Este había leído en el horóscopo de Cortés la conveniencia de un repliegue. En lo único que acertó el astrólogo fue en pronosticar su propia muerte durante la amarga noche.

Los militares no pueden poner en duda o desobedecer una orden de un superior. Esa situación se llevo mas vidas en las guerras que las armas. Así les paso a los combatientes griegos en la guerra contra Turquía en 1921, ya que su general Hajianestis no daba ordenes porque estaba convencido de que había muerto. O como sucedió en el 413 a.C., a las huestes atenienses del general Demóstenes. Semicercados en Siracusa (Sicilia), Demóstenes convenció al jefe Nicias de que era mejor levantar el sitio de la ciudad, antes de que siguieran llegando refuerzos al enemigo. Cuando se estaban marchando, hubo un eclipse de luna, considerado del mal agüero por Nicias; de modo que contra toda razón, y para desesperación de Demóstenes, decidió que la marcha debía aplazarse "las tres veces nueve días" que prescribían los adivinos. Nicias, Demóstenes, 43.000 atenienses y los adivinos pasaron a mejor vida por ese error táctico.

En 1938, el ejército francés realizó maniobras en la zona boscosa de Las Ardenas, al norte de la línea Maginot. Los tanques franceses que hacían el papel de enemigo cruzaron sin problemas las espesas florestas. Pese a todo, en mayo de 1940 la doctrina oficial del Elíseo consideraba imposible el transito de las divisiones blindadas alemanas por el bosque. El general Gamelin, obsesionado con la Primera Guerra mundial, esperaba el ataque aún mas al norte, desde Bélgica, por lo que dejó pocas tropas y de baja calidad en los bosques de las Ardenas: justo donde los Pánzer alemanes rompieron el frente. No era cosa de la tropa ni del pueblo de Francia poner en duda la sabiduría de Gamelin. Por su culpa Francia fue ocupada por los nazis.

Otro terrible error táctico de la historia fue la extraordinaria y triste historia de la flota rusa del Báltico a cargo del vicealmirante Zinovy Petrovich Rozehestvensky, que en 1905 tuvo que realizar una lamentable odisea de 18.000 millas, tan solo para irse al fondo del mar el mismo momento de su llegada al punto de destino. Su misión fue ir a dar batalla a la flota japonesa en su propio territorio. La flota rusa del Báltico estaba integrada por barcos demasiado pesados y muy en desventaja con la potencia de la flota de Japón. A lo largo de las 18.000 millas no tenía ni una sola base utilizable. La moral de esa flota era muy baja ya que nadie creía que ese terrible periplo produjera alguna ganancia. En los diarios de todos los países se reían del viaje de la flota rusa. Lo pero de todo era que los marineros no estaban bien entrenados: durante el periplo hundieron barios barcos mercantes y pesqueros, pensando que eran japoneses. Durante una practica, trataron en vano de pegarle a un blanco, el único disparo que llego, le pego al barco que remolcaba el blanco. Ya llegando al final del viaje, el vicealmirante recibió la orden del Zar de destruir la flota japonesa y volver luego para ser relevado, mensaje que lo sumió en una resignación melancólica. Llego a Japón y fue hundido con toda su flota por los japoneses. Todo un error de los planificadores y estrategas rusos.

Peor fue el destino de 10.000 hombres que perdieron la vida el 24 de octubre de 1916 para reconquistar el fuerte de Douaumont, en Verdún. Este había sido tomado meses antes por un solo sargento alemán, gracias a la negligencia táctica del mando aliado. Era una posición clave en un sector clave y el sargento se lo encontró prácticamente vacío.

A comienzos del siglo XVII, el físico inglés William Gilbert habla del imán en los siguientes términos: "La fuerza magnética esta animada o imita al alma". Incluso, explica, en muchos aspectos sobrepasa en perfección al alma humana, pues no se aparta nunca de su fin que es atraer el hierro. Trataba al imán como a un ser vivo.

En 1884 Sigmud Freud, de 28 años, quiere renombre y sabe que solo lo puede conseguir con un gran descubrimiento. Así que vislumbra la posibilidad en la investigación acerca de los usos clínicos de la cocaína. En una carta de abril de 1884 escribe: "He estado leyendo acerca de la cocaína... Un alemán la ha estado empleando para sus soldados, y ha informado que, en efecto, aumenta la energía y la capacidad para la resistencia". Su idea era ensayar en casos de enfermedad cardíaca y de agotamiento nervioso. "Estoy tomando regularmente -escribe- dosis muy pequeñas contra la depresión y la indigestión con el más brillante de los éxitos". Envía cierta cantidad a su novia Marta, "para hacerla más fuerte y dar color rojo a sus mejillas". También la ofrece a sus amigos, colegas y pacientes. Su biógrafo, Ernest Jones, no duda en afirmar que "se estaba convirtiendo en una verdadera amenaza pública". En junio escribe un ensayo en donde se refiere a "la alegría y la euforia, que en nada difieren de la euforia normal de la persona sana... Se puede realizar un largo e intenso trabajo mental o físico sin ninguna fatiga... No registra absolutamente ansia alguna de volver a tomar cocaína". Concluye que podría servir para tratar la adicción a la morfina. Sin embargo, avaladas por informes de casos de adicción y de intoxicación con cocaína, llegaron las críticas y toda Alemania se puso en alarma. Algunos de sus colegas lo acusaban de haber desatado un flagelo de la humanidad. Años mas tarde Freud, se referiría con vergüenza y tristeza a este episodio.

Uno de los casos más famosos de error y engaño es el del hombre de Piltdown. En 1912, Charles Dawson descubrió junto con sus estudiantes en el sur de Gran Bretaña el cráneo humano más antiguo jamas hallado. Durante cuarenta años, el descubrimiento fue alabado y muy comentado en la comunidad científica, se escribió mucho sobre el tema a favor y en contra. Dawson fue considerado casi un héroe. Pero en 1953 expertos del Museo Británico descubrieron que se trataba de un fraude: había sido fabricado con un cráneo humano moderno y la mandíbula inferior de un orangután, convenientemente adulterados para conferirles una apariencia de fósil antiguo. Todos los antropólogos ingleses quedaron en ridículo frente a sus adversarios franceses. Nunca se pudo descubrir con claridad quien perpetro el engaño, hubo muchos sospechosos.

El reverendo Samuel S. Smith en 1810 "pudo señalar el caso de Henry Moss, famoso antiguo esclavo que se exhibía por todo el norte" (de EE.UU.) "mostrando las manchas blancas que le habían salido por todo el cuerpo, dejándolo al cabo de tres años casi completamente blanco. El doctor Benjamin Rush presento ese mismo caso en una reunión especial de la Sociedad Filosófica Americana, en la que mantuvo que el color negroide de la piel era una enfermedad, como una forma de lepra benigna, de la que Moss estaba experimentando una curación espontanea. [...] En De generis humani varitate nativa, Johann Blumenbach sostuvo que la causa principal de la "degeneración"(de las razas que no son blancas) a partir del tronco caucasoide primitivo era un conjunto de factores tales como el clima, la dieta, el modo de vida, la hibridación y la enfermedad." Estos ultimos datos son sacados del libro "El desarrollo de la teoría antropológica" del antropólogo estadounidense Marvin Harris.